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Tribuna
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Un pacto constitucional paritario

Todavía hoy algunas de las conquistas respecto a los derechos de las mujeres siguen siendo condicionales, dependientes de las mayorías parlamentarias. Es preciso un anclaje en la Constitución

Pacto constitucional paritario / Argelia Queralt
Cinta Arribas
Argelia Queralt Jiménez

El 19 de marzo, día de San José, de 1812 se aprueba la primera constitución española, la Pepa. Pese a portar nombre de mujer, en su redacción no participó ninguna, los diputados fueron todos hombres. A las mujeres ni siquiera se les permitió asistir como público a las sesiones constituyentes: las tribunas estaban reservadas solo a ellos. En aquella época proliferaron en Cádiz las tertulias, reuniones de hombres de cierto nivel social, en los cafés de la ciudad en las que se conformaba parte de la opinión pública. Pese a este ostracismo, las mujeres no renunciaron a participar políticamente, aunque fuera de los ámbitos masculinos de influencia. Algunas mujeres convirtieron sus casas, sus salones, en tertulias a las que acudían otras féminas para discutir de política, y en las que participó también algún que otro diputado constituyente. Aquellas tertulias tenían, incluso, sesgo político, las había de carácter liberal y conservador. A una parte de las gaditanas, privilegiadas socialmente en su mayoría, les interesaba la política, pero les estaba vedada su participación institucional.

La Constitución de 1812, celebrada por inaugurar formalmente una nueva etapa de la historia constitucional, la del Estado de derecho democrático, prescindió de las mujeres como sujetos políticos. No solo no se les reconoció el derecho al voto, sino que, además, se las excluía del disfrute de otros derechos. Un ejemplo paradigmático se encuentra en el capítulo del texto doceañista dedicado a la instrucción. La instrucción pasaba por ser uno de los pilares de las nuevas sociedades ilustradas, ya que permitía a los hombres convertirse en sujetos libres y ciudadanos responsables. El texto constitucional preveía que en todos los pueblos de la Monarquía se crearan escuelas de primeras letras en las que se enseñara a los niños a leer, a escribir y a contar, el catecismo de la religión católica y la Constitución. En esta ocasión, “niños” no suponía la utilización del masculino genérico, puesto que, como quedó plasmado más tarde en el Dictamen y Proyecto de Decreto sobre el arreglo general de la Enseñanza Pública (hecho público el 7 de marzo de 1814), la educación de las niñas convenía que fuera privada y doméstica, “pues que así lo exige el destino que tiene este sexo en la sociedad, la cual se interesa principalmente en que haya buenas madres de familia”.

Esta preterición constitucional de las mujeres al ámbito privado, en todos los aspectos de la vida, no es una ocurrencia gaditana, sino que algunos de los prohombres de la ilustración, padres de los conceptos sobre los que se construye el Estado de derecho democrático, ya la defendían como una verdad natural. Así, J. J. Rousseau, padre del contrato social sobre le que se han construido las bases ideológicas de las democracias occidentales durante más de 200 años, en su libro El Emilio, afirmaba, entre otras, “la mujer está hecha especialmente para complacer al hombre. (…) Si la mujer está hecha para complacer y para ser subyugada, debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo (…)”.

Tras la toma de la Bastilla, se aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, título que, de nuevo, refleja una utilización del masculino como determinación del sujeto político de aquella carta liberal de derechos y libertades: el hombre. Como respuesta, la intelectual francesa, Olympe de Gouges, que había apoyado el nuevo régimen, escribió la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791), poniendo de manifiesto como la Declaración de 1789 había consolidado la desigualdad política entre hombres y mujeres.

En definitiva, el pacto social que dio lugar a los Estados de derecho democráticos modernos se basó, a su vez, en un pacto sexual que recluía a las mujeres en la esfera privada, al cuidado de los hombres, para que estos pudieran dedicarse a la esfera pública, a la res publica. Así, aquel pacto social a través del que la ciudadanía, soberana, igual y libre, cedía la gestión de su poder a una estructura política limitada por la ley y los derechos ciudadanos, partía, además, de que las mujeres fuéramos subordinadas a merced de las necesidades domésticas de los hombres. Aquel pacto implícito, en que las mujeres no tuvieron voz ni mucho menos voto, permitió la construcción de un Estado de derecho democrático masculino, hecho a medida del hombre.

Evidentemente con el paso de los años y la lucha de muchas mujeres, y algunos hombres, la voz de las mujeres se ha dejado sentir y se han producido cambios profundos en la configuración de los Estados democráticos. En todos ellos las mujeres somos sujetos políticos. Otra cosa es de qué forma y con qué intensidad.

La Constitución de 1978, cuyo 43º aniversario celebramos este mes, nada tiene que ver con aquella primera constitución gaditana, pero tampoco ha supuesto una ruptura clara con aquel pacto sexual subyacente al originario pacto social. En 1977 se celebraron las elecciones constituyentes, de las que debían salir dos nuevas Cámaras, un Congreso y un Senado. Se reconoció el derecho a votar y ser votados a hombres y mujeres por igual, recogiendo el legado truncado de la Constitución de 1931. Sin embargo, el protagonismo político de los hombres tuvo su reflejo en los resultados de aquellas primeras elecciones tras la dictadura franquista: entre las dos cámaras, 571 escaños fueron ocupados por hombres, solo 27 por mujeres (21 diputadas y seis senadoras). Más tarde, la ponencia parlamentaria encargada de elaborar el proyecto de Constitución fue formada por siete hombres, de ahí la expresión “los padres de la Constitución”; nada de masculinos genéricos: ninguna de las diputadas fue elegida para redactar aquel proyecto. Por fin, el 6 de diciembre de 1978 se sometió a referéndum el texto constitucional, en el que se reconoce la igualdad como valor superior del ordenamiento jurídico y la igualdad real y efectiva como mandato a los poderes públicos. En el ámbito de los derechos, se reconoce la dignidad de la persona, fuente de todos los derechos, la mayoría de edad para hombres y mujeres, sin diferencia, a los 18 años, el derecho al voto, activo y pasivo, a ambos sexos, y la igualdad material en el matrimonio.

Estos preceptos constitucionales han permitido grandes avances en favor de la igualdad entre hombres y mujeres a través de su desarrollo normativo y jurisprudencial, tanto en el ámbito estatal como autonómico. Sin embargo, todavía hoy algunas de estas conquistas siguen siendo condicionales, dependientes de las mayorías parlamentarias. Los derechos de las mujeres como sujetos políticos libres e iguales a los hombres siguen sin tener anclaje constitucional. Como han defendido algunas colegas, el principio democrático reconocido en las constituciones occidentales, también en la española, está viciado por aquel pecado original: la exclusión de la mitad de la sociedad, las mujeres. Para poder solventarlo debe apostarse por nuevo pacto democrático paritario, del que participen, por igual, hombres y mujeres. Un pacto en el que se haga reconocimiento expreso de la mujer como sujeto político, que incorpore la paridad como principio fundamental de la Constitución, para así obligar a todos los poderes públicos, sin importar las mayorías políticas, e impedirles, igualmente, prescindir de su respeto. A partir de ahí, podremos hablar también de un pacto social igualitario, en el que los derechos de las mujeres no sean constante moneda de cambio.

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