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Columna
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Cuál es tu tormento

No se olvida Sigrid Nunez de la relación materno filial, pero decide apartarla de un amargo y violento manotazo, y se centra en esos otros afectos que hilamos alejadas de las obligaciones, del qué dirán y de la sangre

Vanessa Bell y Molly MacCarthy en el estudio de Gordon Square, 1913.
Vanessa Bell y Molly MacCarthy en el estudio de Gordon Square, 1913.

Hace poco pensaba en esas historias que entran en una con cierta cautela, pero que acaban precipitándose con fuerza y se adhieren de tal manera que la voz que unos minutos antes era desconocida empieza a dirigir pensamientos. Hace una semana, hablaba de la de un hombre que acompañaba, como buenamente podía, a otro hombre moribundo tendido en una cama. Se desprendían, ambos, de un pasado conjunto en un escenario incómodo en el que una figura enjuta que años atrás había sido un cuerpo voluminoso y cálido se iba apagando. Pensaba, mientras leía, en el pajarillo frágil que acabó encarnando mi abuelo, en aquel cuerpo que tanto nos dolía ver y que tan complejo debió ser habitar desde la lucidez de la mente. “A menudo sueño con ella, tal y como era antes de su enfermedad. Está viva, pero ha estado muerta”, leí hace unos años en otro libro, y mientras seguía acompañando a aquella pareja de hombres, muchas otras voces, todas de mujeres, se iban alzando dentro de mí. Pensaba en Una muerte muy dulce, en Las gratitudes, en No he salido de mi noche, en Nada se opone a la noche, en El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, y seguía rebuscando y comprobaba que había, en la historia nueva, algo que me turbaba especialmente porque no estaba en las demás: acentuaba la fuerza de la nueva escena el hecho de que el acompañante del agonizante no fuera un incondicional del futuro muerto, sino alguien que si hubiera podido no habría puesto los pies en aquel hospital.

La figura de la madre, siempre tan grave, es la de mi imaginario de la despedida. Severa y dulce, amorosa y cruel, pensaba, y volvía a reparar en que a aquellos dos hombres no los unía ningún parentesco. La madre. Pensaba. Nosotras acercándonos a la muerte a través de quienes nos dieron la vida. Un canal. Un dibujo a línea de una mujer que contiene a otra que se empieza a desprender del cuerpo matriz. “Ella creía en el cielo, pero a pesar de su edad, de sus achaques, de sus malestares, estaba salvajemente aferrada a la tierra y sentía por la muerte un horror animal”: la madre de Beauvoir. La de Annie Ernaux. La figura maternal que empieza a abandonar el mundo abandonando el léxico en la historia de eterna gratitud de Delphine de Vigan. La madre de ojos verdes de la novela de Tatiana Tibuleac (aunque en Tibuleac la historia pueda leerse al revés, como la carta de amor de una madre a un hijo). Pensaba en el amor que la moldava es capaz de volcar en la atmósfera densa y pegajosa que tan bien construye, y que en las primeras páginas pinta el retrato más cruel que pueda hacerse de una madre (durante varios meses lo leí con regularidad a mis personas cercanas, hubo dos que se levantaron del sofá y abandonaron mi casa).

Acudía, mientras leía la historia de aquellos dos hombres, a hijas y a madres, pero la lectura que siguió a París-Austerlitz me volvió a colocar cerca de ellos. Esta vez se trataba de dos mujeres que decidían estar juntas para enfrentar el final irreversible. Una mujer sana va al hospital a visitar a una amiga y lo abandonan juntas para vivir con la máxima tranquilidad posible las últimas semanas de vida de la enferma.

¿Cómo son los diálogos que entablamos con la muerte? Ojalá los míos sigan a los que apunta Sigrid Nunez en Cuál es tu tormento y la miren de cara. No se olvida Nunez de la relación materno filial, pero decide apartarla de un amargo y violento manotazo, y se centra en esos otros afectos que hilamos alejadas de las obligaciones, del qué dirán y de la sangre. El peor escenario se convierte en la novela en un lugar constante de revelación en el que continuamente se da y se recibe. Quizás, para alcanzar esa paz, solo tengamos que olvidarnos de la pena y del miedo propio y sepamos escuchar y entender otros miedos. Abrazar el dolor de los otros. Conseguir aliviarlo sin esperar nada a cambio.

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