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TRIBUNA
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Psicofonías nacionales

Los himnos tienen la misión de cantar los atributos de la nación idealizada: todo lo que afirman es desmentido inmediatamente por los hechos, que son contingentes, cambiantes, diversos y plurales

Tribuna Castany 12/12
EVA VÁZQUEZ

En el principio fue el rey “por la gracia de Dios”. Gracia que se encarnaba en la Biblia, que interpretaba la Iglesia, que los nobles acataban y que el pueblo (que no contaba para nada) obedecía. Luego llegó el presidente “por la gracia del pueblo”, y el pueblo (que seguía sin contar para nada) se llamó “nación”, y fue elevado a la categoría de Dios, que se encarnaba en las expresiones populares, que interpretaron primero los filólogos románticos, y luego los políticos, los institutos de demoscopia y finalmente cualquiera que tuviese un móvil a mano.

En el mismo movimiento, el Estado-iglesia se metamorfoseó en el Estado-nación; la lengua sagrada, que era el latín, en las lenguas nacionales; el mártir, en el soldado desconocido; el mesías, en el prócer; el hereje, en el traidor; y los himnos religiosos, en los himnos nacionales. La secularización de nuestras sociedades parece haberse quedado en una lampedusiana redistribución de lo sagrado. Como diría Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”

Quizá fuimos demasiado generosos al traducir “volksgeist” como “espíritu de la nación”, y no como “fantasma de la gente”. Hubiese sido aún mejor hablar de “poltergeist”, ya que las psicofonías, o borborigmos, que surgen de las entrañas nacionales son dignos del más bromista de los espectros. Algunos dirán que el ser humano necesita creer, y que lo que Weber llamó desencantamiento del mundo fue compensado naturalmente por un reencantamiento de la política. También podría ser que este movimiento de muebles fuese la nueva manera que los poderosos encontraron para seguir haciéndonos luz de gas.

Ya que he hablado de psicofonías, me centraré en los himnos nacionales, que heredaron de los himnos religiosos la misión de cantar los atributos de la nueva divinidad: la necesidad, la eternidad, la unidad y la unicidad. Pero como la nación no es más que una idea platónica de la sociedad real, todo lo que los himnos afirman es desmentido inmediatamente por los hechos, que son contingentes, cambiantes, diversos y plurales. Ideal significa que no existe.

Parece que a los himnos les sucede como a los hombres de aquella tribu que Mary Douglas estudió en Pureza y peligro, que creían que durante el rito de iniciación a la vida adulta se les obstruía el ano para siempre, lo cual les condenaba a pasarse el resto de sus días disimulando lo que Montaigne llamó “nuestra maravillosa corporalidad”. Pero ¿cuáles son los hechos reales que los helechos nacionales tratan de ocultar?

Primo. Según los himnos, la nación es necesaria. Como diría Aristóteles, “no puede no ser”. Declaración sin duda poderosa, que contradice no obstante el hecho de que todos los himnos sean un llamamiento a proteger la nación. ¿Por qué iba a ser necesario proteger lo que ya es necesario? Pero hace falta mucho más para desanimar a un idealista. Este nunca se detendrá en este tipo de detalles, pues, como dice Thoreau, quien patina sobre hielo quebradizo sabe que sólo la velocidad podrá salvarle.

Más. Como lo bello sugiere necesidad (“¡No se le puede cambiar ni una letra!”), mientras que lo feo insinúa contingencia (“Podría ser diferente, de hecho sería mucho mejor que no existiera…”), los himnos pretenden participar de la belleza más sublime. Pero el abuso del cultismo, el martilleo de la rima y la previsibilidad de las imágenes, junto a la simpleza de la melodía, la pobreza de la armonía y la monotonía del ritmo sólo podrían engañar a los más despistados.

Secundo. La nación que presumen los himnos también es eterna. Por eso su arcaizante estilo flirtea con la atemporalidad. En ocasiones, su antigüedad es real, tal y como sucede con el himno de Holanda, que es tan añejo que la palabra “duitsen”, que en el siglo XVI significaba “holandeses”, hoy significa “alemanes” (lo cual no deja de ser irónico). En cambio, el voluntarioso arcaísmo de los himnos más recientes (casi todos) tiene algo de peplum: “El yelmo de Escipión” (Italia); “tu historia es una epopeya” (Canadá); “Termópilas brotando” (Colombia).

Además, la presunta eternidad de las naciones contrasta con las fluctuaciones de la historia, a la que Cervantes llamó “émula del tiempo”. “Así fue, así es y así será siempre” declina el himno de la cambiante Rusia; “su ser es eterno” asegura el de Bután, que se independizó en 1949 de la India, que se independizó en 1947 del Reino Unido, que no está tan unido como su nombre sugiere. Si algo permanece es el cambio.

Tertio. Para los himnos la unidad de la nación es un dogma intangible. “Y tu invencible unidad” dice, sin ironía, el himno de Bélgica; “la unión permanece” arriesga el del disperso archipiélago de Micronesia. Para evocar la unidad, se suele recurrir a la metáfora de la familia: los compatriotas son hermanos, la nación es madre patria, dios suele asomar al fondo como un abuelo bondadoso. Como la de los Buendía, esta familia es también un pueblo. Sólo que este pueblo no es la sociedad plural y compleja que existe desde que los Homo sapiens y los neandertales se mezclaron, sino la granítica tribu del nacionalismo populista, que rechaza a los políticos y a los intelectuales, que en su opinión dividen y desnaturalizan la unánime voz que sólo él oye y comprende. La democracia es un prisma que dispersa. Por eso prefiere la transversalidad de las fasces.

Nada mejor para galvanizar la amenazada unidad que un buen enemigo, exterior o interior. En Francia, los soldados de “sangre impura” vienen “a degollar a vuestros hijos y esposas”; en Holanda, “la tiranía” les “destroza el corazón”; en Cataluña, deben afilarse bien las hoces para luchar contra el enemigo soberbio; y en Burkina Faso, cuyo himno parece haber sido escrito por el mismísimo Edward Said, “la rapacidad venida hace cien años” se ha tornado en “la cínica malicia metamorfoseada / en el neocolonialismo”.

Quarto. La nación con la que sueñan los himnos también se quiere única y singular. Pero basta con escuchar una docena de ellos para sentir una perturbadora sensación de uniformidad. De ahí que Hobsbawm hablase de la fabricación en serie de las tradiciones nacionales. Entre las que se cuentan las minuciosas leyes de símbolos, que regulan las circunstancias y posturas en que deben cantarse los himnos, que transforman a los patriotas en piezas intercambiables de una maquinaria nacional idéntica a todas las demás maquinarias nacionales.

Ergo. La unión de Estado y nación, que es la base de nuestro actual paradigma político, no es un constructo tan laico como solemos creer, sino un nuevo avatar de ese tipo de poder que Spinoza llamó teológico-político. La actual confusión entre la nación y el Estado es tan perjudicial como la antigua confusión entre la iglesia y el Estado, porque simplifica, divide, margina y exaspera. Por eso es necesario un nuevo esfuerzo secularizador que acabe con la confesionalidad nacional y encierre los sentimientos patrióticos en el ámbito de la esfera privada. Pero aún no se ve en el horizonte un nuevo edicto de Nantes que garantice la libertad de culto nacional (y eso que ya contamos con muchos aspirantes a Ravaillac).

Mientras tanto, de entre los más de 200 himnos que me he infligido, sólo un verso ha logrado seducirme. Se halla en el himno de Dinamarca, y le rinde “honor a todo aquel ciudadano que contribuye con lo que puede.” Creo que podría resignarme a él.

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