La filosofía y la mala educación
Estimular el pensamiento crítico siempre termina incomodando, por eso la disciplina que alienta esa tarea ha sido la cenicienta en la escuela secundaria a pesar de ser un antídoto contra el gregarismo, la mejor defensa para no dejarnos seducir
Últimamente bastantes editores apuestan por títulos apocalípticos sobre la educación, títulos que acostumbran a cantar la cólera de Aquiles contra el sistema educativo de nuestro país o a llorar la nostalgia de un tiempo pasado en el que Quirón hacía de la educación el adorno de los elegidos. Peor es todavía cuando en la secundaria o en la universidad ‒no hemos perdido todavía la esperanza en el buen salvaje rousseauniano de la educación primaria‒ nos escandalizamos por la mala educación de los alumnos, mal alfabetizados y maleducados, y nos estremecemos ante el naufragio de la educación o el adiós a la universidad buscando en la gélida Finlandia un modelo que casa mal con el templado clima mediterráneo.
He tenido la fortuna de ser casi 30 años profesor de Filosofía en secundaria y 15 años docente de Historia Antigua en la universidad y, sinceramente, cuando rememoro mi privilegiada educación siento de todo menos nostalgia porque no recuerdo casi nada de la ingente cantidad de contenidos que tuve que memorizar; contadas veces fue un aprendizaje significativo que he olvidado como si me hubiese sumergido hasta las cejas en las aguas del Leteo. Tampoco me he rasgado nunca las vestiduras ante tanta reforma educativa, quizás tan solo me he escandalizado de que ninguna de ellas haya nacido del consenso entre todas las fuerzas políticas o con la convicción de que requieren de un largo recorrido para contrastar su efectividad.
Todo ello es una falsedad bastante extendida que a base de repetirla como un mantra hemos acabado creyendo, quizás porque siempre es más fácil avergonzarse de los alumnos que de nosotros mismos como docentes a la hora de medir el supuesto sindiós de la educación. Quizás se me objetará, con razón, que soy un cándido maestrillo que cree, como Leibniz, que vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero no me resigno a suscribir el fatalismo imperante sobre la mala educación, porque he visto y veo en los alumnos lo mejor de nuestro sistema educativo, porque acostumbro a recelar de la nostalgia clasista y elitista, del envejecer mal, del no digerir bien que la educación sea también refugio para los desventurados y para los que cifran todas sus esperanzas de futuro en una educación pública de calidad.
Decía Demócrito que no nos empeñemos en saberlo todo a costa de hacernos ignorantes de casi todo y es cierto que el enciclopedismo ha lastrado endémicamente a la educación. De ese mal en aspirar a la erudición más que al aprender significativamente se resentían los currículos del pasado; es esta la razón que impone la poda reformista, aunque sería faltar también a la verdad que no pocas veces la compartimentación del saber hace que todo lo sólido se desvanezca en el aire y sospechosamente lo que impulsa las reformas educativas sean saberes instrumentales auspiciados por la OCDE, tan inclemente siempre con las humanidades. Dejemos pues a los especialistas en educación que diseñen cómo debe ser el sistema educativo, que no significa que los docentes y las familias, la ciudadanía que financia la educación, no deban tener también voz en ese debate sobre cómo abordar los retos que plantean los nuevos tiempos.
Eso nos lleva al eterno retorno de la desaparición de la Filosofía en el currículo de secundaria. Leo Strauss nos enseñó que el filósofo siempre ha resultado incómodo para la ciudad y quizás por ello la Filosofía siempre ha sido la cenicienta de la enseñanza educativa obligatoria, y según las épocas también del Bachillerato, presente en asignaturas de Ética o Ciudadanía que sacan de quicio y escandalizan a la derecha carpetovetónica y católica que controla buena parte de la oferta escolar de este país. Tratar temas tan espinosos como los derechos LGTBI+, la eutanasia o el multiculturalismo no nos va a transportar de nuevo a Sodoma y Gomorra; sería de una ignorancia supina, de un conservadurismo rancio o de mala fe, el creer que la ética solo trata de eso, que también, y que, como el fútbol o la nouvelle cuisine, es materia sobre la que todos podemos opinar.
Opinar por supuesto, enseñar no. Sabemos desde Platón que la opinión nada tiene que ver con la ciencia. Ha sido siempre un mal apaño el que la materia de Educación en valores éticos y cívicos, vista como una maría, sea de una hora a la semana que ahora solo se cursará en uno de los cuatro cursos de la etapa. Tampoco ayuda que en los institutos se ha tendido a pensar que puede ser impartida por cualquiera o que puede transformarse en un aprendizaje servicio para la comunidad, algo que no acostumbra a suceder nunca con las lenguas, las Matemáticas o la Física y Química. Que como decía Popper todos seamos filósofos al sentirnos interpelados por la realidad no significa que todos podamos enseñar a filosofar ni a estimular el pensamiento crítico para mantener viva esa curiosidad que para Aristóteles da comienzo al filosofar y busca infatigablemente respuesta a esa admiración constante que nos provoca el mundo. Pero sería también faltar a la verdad el proclamar gremialmente que la Filosofía del cuarto curso de ESO desaparece del currículum. Nunca estuvo realmente consolidada en él, fue siempre una optativa que requería de un mínimo de alumnos para poder ofertarse, cuando no dependía de la buena voluntad de una junta directiva.
Reflexionaba Nietzsche sobre el porvenir de nuestras escuelas o sobre la utilidad de la historia para la vida y desconfiaba de un sistema educativo que fomentara la historia monumental e imposibilitara el pensamiento crítico. Es precisamente esa la función de la filosofía, de hecho, es imperativamente esa la función de las humanidades: ser un antídoto contra el gregarismo, la mejor defensa para no dejarnos seducir por los ídolos de la tribu; para alcanzar, como diría Kant, la mayoría de edad, la autonomía moral y para atreverse a saber y no amedrentarse ante los desafíos que nos plantea el presente y el futuro inmediato. Una educación sin pensamiento crítico o sin humanidades, como diría Ortega, genera especialistas que saben casi todo de poco y casi nada de nada, pero no auténticos ciudadanos, personas que valoren que nada nos hace más humanos que el humanismo, que las humanidades, llámense literatura, filosofía o latín. La Historia nunca estará en cambio amenazada porque ya fue concebida desde su implantación en los currículos como una asignatura al servicio del espíritu nacional y se auguran también polémicas enconadas en el guerracivilismo endémico español con la futura asignatura de Historia de España del Bachillerato, que distingue entre nacionalismo español y nacionalismos y regionalismos subestatales, algo que suena a súbdito y subordinación.
Por supuesto que debemos vacunarnos contra la tentación de la inocencia y la euforia perpetua, pero no estaría mal recuperar la confianza en nuestros alumnos, en aprender de lo que nos enseñan, navegantes experimentados como son por este universo líquido y digital. Para este reto tan exigente y fascinante, para hacer del hombre, como diría Séneca, algo sagrado para el hombre; precisamente en esto consiste el humanismo, la filosofía y las humanidades son excelentes compañeras de viaje, sin duda, el arma más efectiva para vencer a la mala educación.
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