El Papa en Lesbos, cinco años después
Europa arrastra los pies ante un nuevo llamamiento para abrir su política de asilo a quienes llegan a sus fronteras
La primera visita del papa Francisco como pontífice, hace ocho años, fue a la isla italiana de Lampedusa, convertida por entonces en el centro de la vergüenza del continente por el hacinamiento en sus muelles de migrantes irregulares a los que se cerraba las puertas de Europa después de haber sufrido lo inimaginable. En 2016, Francisco viajó a Lesbos, en Grecia, de nuevo para señalar la abdicación moral de Europa en sus fronteras. “No perdáis la esperanza”, dijo Francisco a aquellos refugiados. Cuatro años después, la situación no había mejorado cuando un incendio destruyó uno de los campamentos de refugiados y dejó a miles de personas a la intemperie. La UE ha invertido dinero en el problema, pero lo ha hecho para construir nuevos centros de internamiento y pagar 6.000 millones a Turquía para que retenga a los migrantes. El pasado domingo, Francisco volvió a visitar a los que están varados en Lesbos, solo para constatar que “poco ha cambiado” en la cuestión migratoria en Europa. Algunos de los internos de esas instalaciones (eso sí, renovadas) ya estaban allí hace cinco años.
Francisco opera en su ámbito de responsabilidad, que es la conciencia de los católicos, y aspira a que todos sus fieles en Europa se sientan interpelados por su mensaje. No parece suficiente para mover a un continente anestesiado ante el mayor desafío a su modo de vida a largo plazo, junto con el cambio climático. La llamada a la apertura debe hacerse también en el plano político y, sobre todo, el económico. Políticamente, Europa vive una flagrante contradicción entre sus valores ilustrados y la crueldad con la que trata a todos los que llaman a su puerta. No se puede aspirar a ser referencia de la democracia en el mundo con semejante agujero de credibilidad. En el plano económico, no por repetida deja de ser relevante la necesidad que la envejecida sociedad europea tiene de renovar sus bases de cotizantes y trabajadores si quiere mantener su nivel de bienestar. Son estos argumentos los que deberían hacer reaccionar a los países de la UE, más allá de echar dinero en la agencia de vigilancia de fronteras y en subvencionar un tapón inhumano en los países de tránsito de su entorno.
La UE está atrapada en un doble lenguaje con trazas de hipocresía que le impide avanzar en la aprobación del mecanismo de asilo e inmigración que debate en los despachos desde 2015. Mientras el discurso institucional es que se deben abrir caminos a la inmigración legal, se incumplen los compromisos comunes de reubicación de refugiados, se invierte en contención y expulsiones, se construyen muros y algunos proponen endurecer las condiciones de asilo. Todo esto sucede con el marco de fondo del temor al ascenso del nativismo racista, una tenaza transversal que igual condiciona a la derecha francesa que a la socialdemocracia danesa. No es aceptable el cortoplacismo político para eludir un debate que no va a cesar. La contención y el cierre de fronteras no reducen la llegada de inmigrantes que huyen de la guerra y el hambre, nunca lo han hecho, solo provocan que lo intenten por vías cada vez más peligrosas. Las imágenes de la vergüenza no desaparecerán.
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