Almudena es nombre de novela
Aterrizo aquí un lunes sobrecogida por el doloroso hueco que deja la escritora madrileña. Para mí, su nombre sonaba al aire fresco y vital de Rota y su escritura me removía como una ventolera
Hace unos días leía con mis estudiantes un documento de divorcio del siglo XVIII donde se acusaba al gobernador de Cuba de estar en “pública mala amistad” con una mulata llamada “Caridad Rigores”, un nombre real que ni Gabriel García Márquez, autor de grandiosos nombres literarios como los que impuso a los personajes de Nena Daconte, Juvenal Urbino o América Vicuña, hubiera imaginado mejor.
Entre las sorpresas que da la lectura de literatura antigua está la profunda resonancia connotativa que tenían los nombres propios asignados a los personajes. Entonces como ahora, había nombres que sonaban a moderno y a rancio, nombres que sonaban a ricos y nombres que sonaban a pobres, nombres con mucha personalidad y nombres neutros. Sin salir de esos tiempos lejanos, la comparación entre cómo se llamaba la gente en las partidas de bautismo y cómo se llamaban los personajes de la literatura y de los chistes confirmaba ciertas estereotipias. La vida se parecía a la literatura y la literatura a la vida, lo normal en este mundo donde vivimos contando y contándonos cosas.
Cuando Quevedo se inventó, él de su propia pluma, la palabra perogrullo para nombrar a alguien que proclamaba obviedades, lo hizo inventando el nombre de alguien llamado Pedro en el nombre y Grullo en el apellido porque así sumaba los atributos para ser visto como una persona simple. Decía un refrán de los Siglos de Oro: “Con lo que sana Pedro, Sancho adolece” y así se consagraba el uso de Sancho como nombre de alguien sano y pío, y mostraba la frecuencia de Pedro aún vigente hoy en los enunciados de los problemas de Matemáticas, en convivencia con el nombre de Juan, que lleva años usándose como ejemplo en las gramáticas porque desde el siglo XVI evocaba normalidad y bonhomía. El nombre de Rodrigo evocaba fiereza y testarudez: la deliciosa música de los cancioneros españoles hizo popular la copla de un tal Rodrigo Martínez que silbaba a los ánsares, empeñado en que eran vacas y no aves. Aldonza, que fue un nombre frecuente entre las señoras castellanas en la Edad Media, sonaba ya en el XVII a pueblo, por eso la amada de don Quijote escondía bajo el exotismo del apodo Dulcinea el nombre real de una labriega llamada pedestremente Aldonza Lorenzo. Los esclavos en el teatro eran llamados con frecuencia Blas y las esclavas Gila, a los caballeros los bautizaban Diego o a las damas Beatriz, nombre que según algunos autores del XVII, solo podían llevar las hermosas. Carmen se sentía nombre de mujer fatal y heroica cuando Merimée en el XIX lo adjudicó a la heroína de su novela y una reina rumana de origen alemán llamada Isabel se lo puso como seudónimo en sus escritos literarios para firmar romántica y poéticamente como Carmen Sylva.
Acertaba Almudena Grandes cuando decía que Malena era nombre de tango en el título de su novela o cuando en Los aires difíciles ponía en boca de un personaje la idea de que el nombre de Nicanor “sonaba a chiste y sonaba a antiguo, a figurante sin frase en cualquier rancia comedia castiza”. Aterrizo aquí un lunes sobrecogida por el doloroso hueco que deja la escritora madrileña. De alguna forma muy paradójica, para mí su nombre sonaba al aire fresco y vital de Rota, y su escritura me removía como una ventolera.
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