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COLUMNA
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El enemigo está en casa

No hay amenaza exterior. La globalización de los últimos 30 años ha sacrificado la seguridad en favor de los beneficios

Una persona observa en su móvil cómo el fundador de  Facebook, Mark Zuckerberg, presenta el logo de Meta.
Una persona observa en su móvil cómo el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, presenta el logo de Meta.CHRIS DELMAS (AFP)
Lluís Bassets

No son Rusia ni China, es Facebook. No son ataques exteriores, es la destrucción del sistema desde el interior de sistema. Por efecto de la codicia, hasta ahora más poderosa que el miedo. En juego, los valores más apreciados, la privacidad, la democracia, la salud infantil, la seguridad de todos. Un monopolio que tiene a la mitad de la humanidad como cliente y como materia prima sus datos personales puede alcanzar un poder que excede cualquier límite conocido, de relentes totalitarios.

Solo cuentan los resultados y la cotización en Bolsa. Nada más. No hay otra estrategia. El futuro de la compañía se limita a garantizar que beneficios y valor bursátil seguirán creciendo. Cuando se comprueba que las generaciones más jóvenes empiezan a desertar, nada impide dar más gas al bólido, aunque se incremente el riesgo para todos. Esto es lo que ha sucedido en Facebook, dispuesta a favorecer la radicalización política y tolerar los discursos de odio racista, el desprestigio de las vacunas, las teorías de la conspiración, la apología de la anorexia, e incluso la incitación a la violencia, si sirven para mantener e incluso incrementar el número de usuarios.

No lo ha descubierto ninguna investigación parlamentaria o policial, sino los propios empleados de la compañía que han filtrado documentos internos, conocidos como los Papeles de Facebook, en los que se recogen los experimentos y análisis sobre los sistemas de moderación y la construcción de unos algoritmos, que casi siempre terminan favoreciendo las ideas más extremistas, especialmente de ultraderecha. Facebook ya quedó retratada con el escándalo de Cambridge Analytica, la empresa que utilizó datos privados de los clientes de la red social sin su autorización, al servicio de la campaña electoral de Donald Trump en 2016.

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Era solo una ínfima parte del turbio y fabuloso negocio de Mark Zuckerberg, erigido en un poder que dicta la ley por su cuenta. La compañía cuenta con un sistema de arbitraje y decisión, una auténtica justicia interna y privada, que decide cuándo censura o modera los mensajes y cómo se organiza el algoritmo que realiza tales funciones. Se trata de una justicia de doble vara, con un código riguroso dirigido al común de los mortales y otro más permisivo para las celebridades; abundantes recursos para moderar los mensajes en Estados Unidos, donde se halla más vigilada por los poderes públicos, y el mayor descuido, probablemente doloso, para países como India, Myanmar o Etiopía, donde es un instrumento de radicalización e incluso de promoción de la limpieza étnica y del enfrentamiento civil.

Zuckerberg no es una excepción. La entera globalización feliz de los últimos 30 años se fundamenta en la primacía de los beneficios sobre la seguridad. No hay enemigo exterior para la próxima guerra. El enemigo está en casa y cuenta con nuestra colaboración.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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