Once mil vírgenes, pero ningún corrector
En un mundo donde los asesores nos aleccionan con que tenemos que saber vendernos, cultivar nuestra marca personal y elegir con esmero los colores de nuestro logo, subestimamos en ocasiones un elemento inmediato y trascendente: la marca lingüística cuidada
Las vidas de santos y los relatos de milagros fueron lectura queridísima para nuestros antepasados. Los santos eran torturados con vileza, pero resistían, se enfrentaban con desenvoltura dialéctica a sus torturadores, guardaban su dignidad incólume y a veces eran ayudados por las nubes, los árboles o los rayos. El aliento de esa escritura de los prodigios se deja ver hasta la literatura actual: el realismo mágico que nos fascinó de la (nueva entonces, ya clásica) narrativa hispanoamericana hundía sus raíces en esas historias asombrosas de paranormalidad que hoy la televisión nos sirve cocinada en otros platos: los programas sobre hechos misteriosos y retos extremos o los reportajes sobre fenómenos meteorológicos desbocados. Consumimos, pues, la misma comida de ficción de nuestros antecesores, a los que sin embargo hacemos más crédulos e inocentes que nosotros.
Entre esas historias, a mí me causa particular ternura la de Santa Úrsula de Colonia, la joven del siglo IV que, volviendo de Italia, fue martirizada en Alemania por las tropas de Atila. La narración de la leyenda aporta otros detalles: había ido a Roma para consagrar sus votos de virginidad y no peregrinaba sola sino con otras 11 doncellas. Pero alguien equivocó en algún momento la historia, y este error se explica a través de varias hipótesis: una de ellas es que cinco siglos después de Santa Úrsula, un copista escribió en latín el número XI para hablar de las 11 vírgenes en la frase “XI m virginum”, con una m que significa mártires (11 vírgenes mártires) pero que fue leída y copiada de nuevo como “once mil vírgenes”. La historia de las 11.000 vírgenes se extendió en las crónicas y la iconografía: cuadros y grabados europeos medievales representaron desde entonces a Úrsula rodeada de cientos de figuras, asentando la idea de que la masacre de los hunos aniquiló a 11.000 y no a 11 acompañantes.
La ficción de las 11.000 vírgenes es tan disparatada en su número como comprensible en su origen: un clásico error humano de copia. Alguien transcribió mal, alguien interpretó mal. Hoy se siguen dando estos errores, más peligrosos cuando lo que se vicia es un mensaje que no debe ser incorrecto, ambiguo o desmañado.
No hubo 11.000 vírgenes, fueron muchas menos. Y a la inversa pasa con los correctores de texto y de estilo: debería haber muchos miles más de los que hay; empresas y organismos tendrían que estar comprometidos con el cuidado lingüístico. Escribir bien no es un capricho elitista y disponer de buenos correctores de texto y estilo no es un lujo. En un mundo donde los asesores nos aleccionan con que tenemos que saber vendernos, cultivar nuestra marca personal y elegir con esmero los colores de nuestro logo, subestimamos en ocasiones un elemento inmediato y trascendente: la marca lingüística cuidada, que no solo interesa a quienes trabajan en el mundo del libro sino a cualquier empresa que escriba, o sea, a todas. Estoy hablando de correctores profesionales, debeladores de la chapucería o del despiste, expertos formados específicamente que ayer celebraron su día. Si Úrsula Iguarán, la matriarca de Cien años de soledad, era el personaje de la cordura y la racionalidad en la novela, estos correctores son las tomas a tierra de nuestros textos, las úrsulas que revisan que no se nos disparaten las letras.
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