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Columna
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Ciudades en transición

En Madrid no hay otro proyecto urbano que hacer caja. Por eso, tras esta Barcelona en transición hacia espacios colectivos hay algo mucho más interesante que ese caos que denuncian a voz en grito los interesados en quedarse la ciudad para sus negocios

David Trueba
Vecinas de Poblenou practican yoga en una de las intersecciones de la 'supermanzana'.
Vecinas de Poblenou practican yoga en una de las intersecciones de la 'supermanzana'.Carles Ribas

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, convoca desde su primer día en el puesto una animadversión furiosa. La mayoría de las veces tiene que ver con su posición ajena a los mecanismos del poder, pues proviene del extrarradio político. No practica una municipalidad de arriba a abajo, sino que trata de invertir ese proceso. Aunque eso le puede llevar a cometer errores de bulto, también en la crítica feroz contra ella hay una esclavitud demasiado evidente del discurso del dinero, que sacrifica al ciudadano para premiar el puro negocio. Todos los españoles que crecimos en el desarrollismo sabemos que detrás de esa bondadosa idea de primar el empleo, el crecimiento, en demasiadas ocasiones se esconde el desastre ecológico, la corrupción y la pérdida de lo colectivo hacia el bolsillo del oportunista enriquecido. No todo vale para crear puestos de trabajo y exprimir nuevos negocios, nuestra ciudad, nuestro paisaje, merece un respeto frente al anhelo económico de hoteleros, touroperadores y comerciantes. Barcelona trabaja por mejorar el transporte público y ecológico y tras la pandemia ha hecho una apuesta decidida por ganar espacio al peatón y al vecino. Se destaca a toda hora el desastre estético de las medidas urgentes y hay razón en ello pues aún hay que encontrar mejores soluciones que las improvisadas con vallados, diques y pinturas sobre el asfalto, pero el intento vale la pena.

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Barcelona recibe a menudo premios por imaginar y adaptar la ciudad al mundo futuro. El rechazo a esa evolución, por problemática que sea, es estúpido, pues las mejores ciudades españolas, pongamos el ejemplo de Vitoria y Pontevedra, han caminado en esa senda. La Comisión Europea ha concedido el premio Nueva Bauhaus Europea a dos proyectos urbanos promovidos por el Ayuntamiento de Barcelona: los alojamientos de proximidad provisionales y las azoteas ajardinadas. A la hora de permitir las terrazas a la hostelería ha buscado ocupar zonas cedidas al coche y no seguir robándoselas al peatón. Junto a supermanzanas y parques de barrio fomentan la igualdad social frente a la segregación por clases que bendicen las autoridades en Madrid donde el barrio rico lo distingues por la superioridad de sus servicios públicos, limpieza, paso de peatones, regulación de tráfico. Ni la bici, ni el Madrid sin coches, ni la ciudad para el peatón ni el transporte público han merecido otra cosa en la capital que no sea desprecio, desguace y desatención. A cambio, la terraza comercial le ha pegado una patada en el culo al vecino y lo ha mandado fuera de su calle.

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Es un error entender las dos grandes ciudades españolas como un concurso de belleza y contabilidad. El procés, como era previsible, a quien más ha dañado es a la capital cosmopolita y de acogida que siempre fue Barcelona, alérgica al ombliguismo. Pero Madrid se ha rebajado a servir de lanzadera para la política nacional. Que el alcalde sea el portavoz del partido de la oposición al Gobierno es un error que desgracia su papel institucional. En Madrid no hay otro proyecto urbano que hacer caja. Por eso, pese a las apariencias, tras esta Barcelona en transición hacia espacios colectivos hay algo mucho más interesante que ese caos que denuncian a voz en grito los interesados en quedarse la ciudad para sus negocios. Las ciudades europeas están en pleno proceso de cambio y equivocar las metas puede ser letal.

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