¿Quién que sea normal vive siempre en el agua?
Le pregunté a un amigo si no era arriesgado cruzar el Atlántico solo. “A lo mejor es más arriesgado no hacerlo”, respondió
En 2007, cuando volvíamos los amigos de siempre de nuestra primera despedida de soltero, uno de ellos ―uno de los grandes, uno de nuestros mejores hombres, una boina verde― se bajó del grupo. Estaba especialmente taciturno en el aeropuerto, y en la cola de embarque le pregunté si le pasaba algo. Dijo que no podía seguir así y que aquella vida ya no tenía sentido. Teníamos entonces 29 años. Era cierto que llevábamos una década para hacérnosla mirar, que habíamos compartido días, noches y viajes con la seguridad de que el mundo acabaría mañana, pero no le di importancia. Empecé a dársela cuando una semana después no apareció en la boda. Y se la terminé de dar cuando no volvimos a verlo hasta muchos años después, solo un par de ocasiones puntuales, con el afecto y las reservas con las que uno se encuentra con un ex.
Te dejan muchas cosas y muchas personas en la vida, por razones estúpidas o profundas, justas o injustas, ¿pero un amigo? Durante meses intentamos averiguar por qué nos había dejado de aquella manera tan abrupta alguien con el que habíamos protagonizado tantas historias que aún este mismo verano estuvimos recordándolas durante horas. La razón estuvo a la altura. ¿Qué hay tan importante como para dejar a tu pandilla? El Atlántico.
Mi amigo, uno de los tipos más sensibles, honestos y divertidos que conocí nunca, quería entrenarse para cruzar el Atlántico él solo. Trabajaba ―creo que sigue― en barcos pesqueros, y su afición eran las regatas. Una de esas regatas (durísima: la Mini Transat) consistía en cruzar el Atlántico con un velero de clase mini. Alguna vez me había comentado su idea de hacerla. Le pregunté si eso no era demasiado arriesgado. Me dejó una frase para el recuerdo: “A lo mejor es más arriesgado no hacerlo”. Obviamente en algún momento de aquella despedida de soltero pensó que, si iba a cruzar el Atlántico, no lo podía hacer de resaca. Sobraban las malas influencias; yo no sé si nosotros éramos malas influencias, pero estoy seguro de que las adecuadas para andar solo por el Atlántico adelante no éramos. Además nos dejó una maravillosa lección: solo un océano puede separarte de tus amigos.
He recordado esto mientras leía Buena mar (Alfaguara), la primera novela de Antonio Lucas, que escribe: “Yo tenía una idea peregrina del mar, y ahora tengo una idea peregrina de todo lo demás”. Lucas se embarcó antes de la pandemia en un pesquero rumbo al Gran Sol ―es el primer amigo que se embarca y no me deja antes― y de esa experiencia se trajo un reportaje por entregas y una novela que es una disección exacta de la vida en alta mar, por tanto de la no-vida. La experiencia es tan realista que sacude. Si alguien tiene la tentación de romantizar la vida de unos tipos encerrados en un barco seis meses alejados de la civilización, como en alguna ocasión tiene el protagonista, hará bien en leer esta novela de mar, pesca y una vida, la del involuntario polizón, a punto de embarrancar. “Lo jodido de trabajar en el mar es volver a tierra y que no haya nadie”, le suelta el patrón. “Lo único que sucede de verdad en la vida de un hombre es aquello que le ocurre en tierra. Lo demás es miseria. ¿Quién que sea normal vive siempre en el agua? El agua es un lugar de paso, antes o después sales o te hundes”. Como en tierra pero sin metáforas, de verdad. Por eso acabé de leer el libro como se acabó aquella vieja amistad, con el máximo respeto por quien lo hace.
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