Elogio de la responsabilidad espontánea
Pienso en la extraordinaria confianza que seguimos teniéndonos los seres humanos sin conocernos de nada
El otro día un matrimonio con dos hijos me abordó en Barajas para preguntarme, agitando el billete, qué era eso de la T4S y cómo se llegaba allí. Les dije que la T4S se llamaba así porque era la Terminal 4 Satélite, dato puramente intuitivo que comprobé en internet luego (esto lo hago muchísimo; resultó ser verdad, pero podía no serlo: era un dato que no iba a cambiar la vida de nadie), y que para llegar hasta ella había que coger un metro. Yo también tenía que cogerlo, les expliqué, así que podían seguirme.
Eso me llenó de responsabilidad. Los vi ir hacia sus carros de maletas con destino México (¿a vivir?, ¿de vacaciones?), y los cuatro se dispusieron a seguirme hacia donde yo los llevase. Pensé en ese momento, mientras depositaban su viaje en mis manos, en la extraordinaria confianza que seguimos teniéndonos los seres humanos sin conocernos de nada. En cómo seguimos llenando restaurantes, que son junto a los quirófanos los mayores pactos sociales de la humanidad: eres un desconocido que no sé qué me vas a poner en el plato o a sacarme del cuerpo, mi vida está en tus manos, confío en ti, no sé tu nombre ni me importa.
Miré para atrás para confirmar que me seguían. Me puse algo nervioso porque yo la responsabilidad la llevo fatal, y empecé a pensar en la típica cadena de errores que se produce cuando la confianza es ciega y el tipo en el que confías, imbécil: que acabasen todos metidos en un avión a Pamplona.
Finalmente bajamos las escaleras mecánicas y nos plantamos delante del metro que lleva a la T4S. No sé ni cuántas veces comprobé que era ese metro, y que en la T4S había efectivamente vuelos a México y a Santander, que era el lugar al que volaba yo. Nos separamos allí, o eso creyeron ellos, porque no les pude quitar ojo. Aquella ya era mi misión, y quería estar tan convencido de que salía bien que perdí la cuenta de las veces que veía en pantalla que desde la T4S se cogía su vuelo. Como cuando me levanto en plena noche trescientas veces de cama para ir al ordenador y comprobar en el reportaje del día siguiente que escribí bien un nombre (es en la 301 cuando habrías descubierto que lo escribiste mal).
Ellos tampoco ayudaban a mi tranquilidad: en el vagón los veía comprobando todo el rato, y en una ocasión, mirándome de reojo, preguntaron a un tercero si el metro iba a la T4S (me han puesto los cuernos varias veces ―o muchas, yo qué sé―, pero que te los pongan en la cara no tiene precio). Lo que hice fue seguirlos hasta su puerta de embarque, quedarme allí mirando de lejos para que no se distrajeran, e irme pitando luego a mi puerta para no perder el vuelo. Y ahora mientras veo la serie The White Lotus y el discurso en esa familia tan peculiar, en la que una chica defiende las causas nobles del planeta mientras maltrata a su hermano sin misericordia, pensé en lo muy ligeramente que habría aconsejado a un amigo o un familiar sobre algo, y lo puntilloso y riguroso que esos consejos o ayudas se hacen cuando los pide un desconocido. Quizá tenga que ver con la primera o única impresión que los demás se llevarán de ti, aunque no sepan ni tu nombre y mañana no recuerden ni tu cara, y en cierto modo eso está bien. (Maltratar a quien quieres, no: aclaración para las nuevas sensibilidades).
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