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Columna
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Los monstruos quieren saber

De todas las cosas que sospechamos de nosotros mismos, incluidas muchas buenas, para qué jugar a acertar cuál es la que hace que la gente nos ame o nos odie

Manuel Jabois
Una pareja, en plena discusión.
Una pareja, en plena discusión.getty

Hay un momento de Al final siempre ganan los monstruos (Blackie Books), de Juarma, en que a uno de los protagonistas le visita su novia, que le quería infinito el día anterior, para anunciarle que lo deja por “monstruo” y “mentiroso”. El chico reacciona con una entereza admirable. “No le pregunté qué había pasado, de qué se había enterado, porque le ocultaba tantas cosas que no quería cagarla más todavía”. A una amiga antes de las vacaciones le pasó algo parecido con su novio, pero mucho más extraño; se despidieron al mediodía para ir a trabajar, y su pareja volvió por la noche a casa hecho un basilisco, entre la furia y el llanto, diciendo que la dejaba mientras recogía sus cosas. “¿No le preguntaste por qué?”, quise saber. “No, que se joda”.

Hay gente que se enfada un montón con su pareja y, no contenta con eso, no dice las razones del enfado y espera que sea la pareja la que pregunte. Para qué va a preguntar, alma de cántaro, si en cualquier relación hay a diario dos o tres motivos difusos por los que esa relación puede romperse. De repente me veo a mí mismo de pequeño, más elegante y lúcido que ahora, recibiendo un zapatillazo de mi madre sin ninguna explicación mientras calculo en silencio, por la fuerza con que se ha dado, a qué trastada puede deberse. ¿Pero preguntarlo? No, para qué: solo para enfadarla más; tiene que recordarlo, y a medida que lo verbaliza cae otro zapatillazo más. Algo que nos lleva directamente a aquella historia que le leí a Juan Tallón sobre Mark Twain, cuando Twain envió a modo de broma un telegrama a varios amigos diciendo: “Huye inmediatamente. Se ha descubierto todo”, y salieron todos al día siguiente, sin excepción, de la ciudad. Qué más da lo que se haya descubierto: el caso es que para cada uno se descubrió algo. La culpa puede llegar a ser algo bello si uno, aceptándola, evita los detalles más escabrosos. En el amor, como en ciertas personas (los protagonistas del libro de Juarma, por ejemplo), muchas veces es mejor morir sin saber por qué; a cuento de qué abrir el cuerpo para ver qué, si ya no se mueve.

Dedico los últimos días de agosto a leer Insolación, de Emilia Pardo Bazán, y Al final siempre ganan los monstruos, dos libros escritos desde dos universos distintos que tienen en común una revolución interior en sus páginas: la independencia y la honestidad de sus autores, el hastío formidable de sus protagonistas. Los de la novela de Juarma son de una violencia y de una ternura inacabada, sometidos a una adicción enfermiza a la cocaína y a algo más poderoso, el no futuro, eso que les priva no solo de decir más palabras de las que deben sino a ahorrarse las hostias, como cuando Lolo se dirige a unos chuletas de fuera de Villa de la Fuente, en silencio y con un porro en la boca, y tuerce su camino, coge la Yamaha de uno y la tira al embalse; partida ganada: con alguien así quién se va a poner a pelear. ¿Cómo va a preguntar ese ser humano, cuando lo deja la novia que lo quería infinito el día anterior, por qué lo deja? De todas las cosas que sospechamos de nosotros mismos, incluidas muchas cosas buenas, para qué jugar a acertar cuál es la que hace que la gente nos ame o nos odie.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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