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tribuna
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Hojas secas

La historia y la obra de la pintora Núria Quevedo, que hizo su vida en Berlín oriental tras la Guerra Civil, nos traen al presente el horror del exilio

Paco Cerdà
Éxodo de refugiados republicanos españoles en Port Vendres, en el sur de Francia, en el invierno de 1939.
Éxodo de refugiados republicanos españoles en Port Vendres, en el sur de Francia, en el invierno de 1939.

Llovían bombas cuando ella nació. Su madre, con los dolores del parto, tuvo que refugiarse en el sótano del hospital. Paños ensangrentados por las escaleras. Gritos y miedo. Barcelona, marzo del 38: el horror. Nueve meses después, esa madre, con aquella niña en brazos, iba arrastrando los pies rumbo al exilio. De Barcelona a La Jonquera caminaba sola entre un río humano, arrojándose a la cuneta cuando llovía metralla del cielo. Otro horror, los mismos pájaros metálicos. Al fin acabaron instalados en Berlín: una guerra distinta, el horror de siempre.

Así empieza su historia.

Yo no conocía a Núria Quevedo. Hasta que vi esa imagen tan fuerte, tan bella, tan oscura, tan lejana y cercana. Era sábado, y por azar, ilustrando un magnífico artículo de Erich Hackl, tropecé con ella. Era la imagen de su cuadro más famoso: Treinta años de exilio. En el óleo hay diez rostros hipnóticos que escrutan al espectador y escarban su interior. Esas diez caras fatigadas, afligidas, con más ayeres que mañanas, representan a los españoles exiliados en la República Democrática Alemana en los años cincuenta. Republicanos, comunistas, anarquistas, antifranquistas. Perdedores todos que llegaron a la RDA como hojas secas arrastradas por el vendaval de la Historia. A lo sumo, esquejes en tierra ajena. Dijo Leopoldo María Panero que el fracaso es la victoria más resplandeciente. Ojalá la poesía fuese cierta.

Era sábado, digo. El lunes ya escribí a la galería de arte Parterre de Berlín. Más que un arrebato, una necesidad. Acariciaba la fantasía de adquirir alguna obra de esta artista consagrada en Alemania y tristemente desconocida en España. Y Núria me escribió.

Llevamos seis meses carteándonos. Ella tiene 83 años; yo 36. Ella ha vivido mucho y muy duro; yo siento que apenas nada y todo muy fácil. Seguramente por ello, por el contraste, me fascina tanto su vida de exilio heredado. Cómo su amiguito de la infancia Peter cayó asesinado por las bombas en Berlín. O sus largas y solitarias horas adolescentes en la librería que su familia regentaba, oyendo las campanas lúgubres, pesadas y tristes, que a las seis de la tarde tañía una iglesia cercana. O aquel domingo en que se erigió el muro que partía Berlín y encerraba a sus habitantes en la mayor cárcel de Europa mientras Núria le daba el pecho a su hija Inesita en el gélido piso de altos techos estucados que el Gobierno les había asignado. O el día siguiente a la caída del muro, con el suelo de la elegante avenida Kudamm tapizado por bolsas de plástico, envoltorios y latas vacías de Coca-Cola. Y planeando sobre todo ello, como los aviones que pilotaba su padre, aviador del Ejército republicano, un mismo paisaje: los inviernos largos, los días cortos y grises, el peaje de sobrevivir a la nostalgia. Eso debe de ser el exilio, antes, ahora y siempre: el permanente desarraigo.

Todo esto recordaba al visitar, en el Reina Sofía, la exposición Pensamiento Perdido: Autarquía y Exilio. Ver juntas las obras de Remedios Varo, de Josep Renau, de Maruja Mallo y de tantos otros creadores que se exiliaron como consecuencia de la dictadura española es como presenciar un diálogo en la frontera. En esa frontera espacial que habitaron todos ellos: ni de aquí ni de allí. En esa frontera temporal que es el exilio, entre pasados demasiado nítidos y horizontes siempre borrosos. En esa frontera emocional del estar peor que bien y mejor que mal.

El recuerdo de estos exiliados es nuestro presente. Basta con pensar en los exiliados de Afganistán, otra diáspora que atraviesa el mundo. Otra vez el exilio. Un drama que se pierde entre mayúsculas y abstracciones profilácticas. Y probablemente ese sea el problema: que pocos han oído el tañido grave de unas campanas en una tarde invernal a 2.000 kilómetros de casa. O sin recordar siquiera qué significa esa palabra: casa.

En una de sus cartas, Núria me pregunta por Raimon. Le he enviado su música y una biografía ilustrada del cantautor de Xàtiva por correo postal. Ella ha vuelto a escuchar a Raimon en Berlín. Y al passar la rella damunt els records, me cuenta el extraño sentimiento que tuvo, de joven, cuando viajaba a Barcelona sola porque su marido y su hija eran ciudadanos de la RDA y no podían salir al extranjero capitalista. Joven y sola en Barcelona, sentía que no pertenecía a aquellos jóvenes airados de su edad que vibraban juntos escuchando a Raimon. El exilio los separaba.

Aquellos eran tiempos de utopías. De utopías que los hombres arruinaron, lamenta Núria. Eran tiempos de fe en los ideales, de una ceguera fanática que no permitía la duda. Hoy, el espíritu inflamado de aquella época ha resucitado en su peor versión. Solo vuelve la ceguera irracional de los fanatismos. Pero sin los paraísos alcanzables por los que luchar. Gritos sí; sueños no. Las utopías sociales quedaron arrumbadas al margen. Como hojas secas arrastradas por el huracán de la Historia.

Paco Cerdà es periodista, editor y escritor. Su libro más reciente es El peón.

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