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Columna
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La destrucción de la mujer

La victoria militar de los talibanes ha traído a la actualidad un tema que su derrota hace 20 años llevó injustificadamente al olvido: la supresión de toda autonomía en la vida de la mujer

Antonio Elorza
Una joven sostiene una pancarta durante una manifestación de miembros de la comunidad afgana frente a la embajada de Estados Unidos en Atenas.
Una joven sostiene una pancarta durante una manifestación de miembros de la comunidad afgana frente a la embajada de Estados Unidos en Atenas.LOUISA GOULIAMAKI (AFP)

La victoria militar de los talibanes ha traído a la actualidad un tema que su derrota hace 20 años llevó injustificadamente al olvido: la supresión de toda autonomía en la vida de la mujer. Al formarse en la década de 1990, el movimiento talibán asumió como seña de identidad la depuración de las costumbres depravadas, contrarias a la moral islámica, que imperaban en las áreas urbanas, y singularmente en Kabul. En gran medida, se trataba de una reproducción del wahabismo que en el siglo XVIII sirvió de base al triunfo del puritanismo islámico en la que hoy llamamos Arabia Saudí, entregado a la supresión ya entonces de todo elemento de modernidad y de ocio culpable (como las pipas de agua), con un repertorio de prescripciones y castigos tomado de los textos sagrados. Más la persecución del chiísmo. La fórmula había sido codificada en el siglo XIII por el teólogo Ibn Taymiyya, con la imagen de un orden islámico fundado sobre el concepto de hisba, conjunto de medidas dirigidas a cumplir el precepto coránico de “ordenar lo mandado e impedir lo prohibido”, enlazando vigilancia y castigos implacables. El poder talibán y el Estado Islámico fueron la plasmación de tal exigencia.

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Para las mujeres, esa aspiración de rigor sin fisuras y la incidencia de los usos locales llevaron a convertir el principio de subordinación de la mujer, inscrito en el Corán, en una total destrucción como persona, inspirada en la visión peyorativa de los hadith o supuestas sentencias del Profeta, donde las mujeres pueblan el infierno y son fuentes de perversión. Desde la óptica talibana, debían ser simples reproductoras, enclaustradas en el hogar, sin proyección pública alguna, siempre bajo la amenaza del castigo físico, desde los latigazos a la muerte. En el Corán la mujer tiene acceso al paraíso. Incluso en el vestido, un hadith clásico limita su visibilidad a cara y manos. Para nada la imposición del burka o del niqab, tomada de costumbres regionales, lo mismo que la ablación del clítoris. Pretendiendo ser fiel a la sharía, la destrucción talibana de la mujer era el simple fruto de una orientación represiva.

Aunque tardías, no han faltado voces femeninas que en Occidente, y en España —encabezadas por Sol Gallego y otras mujeres demócratas—, han convocado una movilización general en defensa de los derechos de la mujer afgana. Sorprende, empero, el silencio del feminismo-oficialmente-militante, del movimiento Me Too o del bloque gubernamental femenino (con excepciones como Díaz o Montero). Es cierto que su misión inmediata consiste en seguir defendiendo a la mujer frente al machismo que no cesa, pero es que las afganas, las aun recientes esclavas, víctimas del Estado Islámico, son también mujeres. Por su vocación universalista, esa ceguera ante situaciones como la afgana, supone una traición a su auténtica razón de ser.

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