¿Y si la improvisación es el plan?
En los días en que recibíamos a familias salvadas del horror integrista, rechazábamos barcazas rebosantes de inmigrantes y apilábamos cadáveres de quienes intentaban llegar a costas europeas
Al desastre estratégico y moral que ha significado la retirada de los ejércitos aliados de Afganistán, un país como España trató de responder con dignidad. La puesta en marcha de un corredor que aunaba lo diplomático, lo militar y lo asistencial nos ha devuelto algo de orgullo cuando las sensaciones en los días previos eran de depresión y tristeza. El agradecimiento por quienes se han esforzado en salvar vidas, incluso frente a la amenaza del terrorismo kamikaze, es unánime. De hecho, las voces discordantes han sonado alteradas y ridículas. Es obvio que la respuesta militar si no está asentada en un plan social está llamada a fracasar en todas las invasiones. Las guerras de Afganistán e Irak fueron un gran negocio para algunos, pero un penoso espectáculo para las democracias occidentales. La opinión pública se opuso a ellas y tenía razón. Los responsables de proseguir con un plan descabellado, amparados en el trauma del terrorismo que no vencieron, nunca serán juzgados ni sometidos a un análisis sosegado y científico para esclarecer su culpa. Pero mirar atrás no es incompatible con mirar hacia el futuro. Estas semanas en las que la urgencia y el patetismo desnudaban la debilidad de las armas para resolver los conflictos complejos también ofrecen un atisbo de esperanza.
El recibimiento de los emigrados afganos ha contado con el respaldo de las regiones y con la comprensión de los ciudadanos. Con ese mudo entender responden las inteligencias cuando están expuestas a la información veraz. Un mundo en guerra y pobreza es una plataforma de lanzamiento de refugiados e inmigrantes sin control. La acción exterior del primer mundo es la causa principal del problema migratorio. Nuestra incompetencia para extender el bienestar mínimo, ejemplo es la indigna falta de vacunación fuera de los países ricos, es el motor de la catástrofe. Frente al fenómeno migratorio no hay plan. En los días en que recibíamos a familias salvadas del horror integrista, rechazábamos con dureza a barcazas rebosantes de inmigrantes y apilábamos los cadáveres de tantos muertos en la travesía arriesgada por llegar a costas europeas. En esos mismos días los jueces paralizaban una tramitación ilegal de las devoluciones desde Ceuta de menores marroquíes, llegados tras un conflicto fronterizo que rebajó la política a sus peores miserias. ¿No hay una frontal incoherencia entre estos dos estados de ánimo simultáneos?
Si algo nos enseña la recepción de emergencia a miles de afganos es que debemos trabajar en los lugares de origen de la emigración. Establecer puntos de formación y ordenamiento migratorio en el punto de arranque del problema. Generar un aprecio por el país de acogida basado en el cuidado y respeto por un proceso de llegada tan razonable como exigente. Ofrecer una oportunidad de migración cuando se ha cumplido un tiempo de adquisición de conocimientos y proceder de manera cabal a traer a quienes son indispensables en la pirámide de población europea. Un corredor legal debilitaría a las mafias del tráfico migrante y al negocio de presunta protección fronteriza. Los cupos garantizarían una moral migratoria a la que tendrían que someterse unos y otros. Sería algo nuevo frente a esta tragedia cotidiana y deshumanizada que tapamos bajo arrebatos de bondad oportunista. Quizá el plan desesperado de unos días de improvisación es la pista que nos alumbra en un problema irresoluble.
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