Continuar la clase
En periodos de transición es necesario acordarse de algunos modelos de coraje
Este verano tiene un aire raro, es como si no se supiera exactamente dónde se pone el pie. El cansancio acumulado por los meses de pandemia empieza a pesar severamente, así que se percibe en muchos el deseo de dar por acabado este último periodo de pesadilla y lanzarse a la fiesta. Otros, en cambio, reclaman prudencia. El coronavirus sigue ahí, y ahora están también las vacunas. No se pueden desechar los riesgos de contagio, pero las cosas empiezan a funcionar, y hace falta empujarlas. Los tiempos de transición suelen ser exasperantes, ya no se está en un sitio y tampoco se ha llegado al otro. Se ha visto con los Juegos Olímpicos de Tokio. Las mascarillas, el rosario de pruebas, la falta de público: nada que ver con aquella vieja normalidad. Y, sin embargo, siguieron adelante.
En Los vencidos, donde el historiador Robert Gerwarth explora por qué la I Guerra Mundial no terminó el día en que Alemania aceptó las condiciones del armisticio en noviembre de 1918, se puede ver con claridad (y espanto) cómo los trastornos de orden global tardan mucho en acabarse. La enorme sacudida que ha producido en el mundo la pandemia no puede compararse con aquel conflicto; sí tiene sentido, en cambio, observar y tener conciencia del rastro y los efectos imprevisibles que dejan episodios de tamaña envergadura. Gerwarth explica que, hasta el Tratado de Lausana de julio de 1923, la Europa de posguerra se convirtió en “el lugar más violento del planeta”: murieron más de cuatro millones de personas en diferentes tipos de conflictos armados, una cifra superior a las víctimas mortales de Francia, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos durante aquel horror que, en algunos papeles firmados, se había dado teóricamente por concluido.
La pandemia va a dejar un escenario con muchas más desigualdades, y con enormes heridas. A ratos resulta difícil hacerse cargo de unas circunstancias tan precarias como las que se viven estos días, y por eso resultan estimulantes algunas viejas historias que ocurrieron durante aquellos remotos años que sucedieron a la Gran Guerra. Wolfram Eilenberger recoge una anécdota ejemplar en Tiempo de magos, donde analiza al hilo de las trayectorias de Ludwig Wittgenstein, Martin Heidegger, Ernst Cassirer y Walter Benjamin los profundos cambios que experimentó la filosofía durante la década que va de 1919 a 1929. Explica ahí que, durante las revueltas espartaquistas de las primeras semanas de enero de 1919, se produjeron muchos tiros en Berlín y que Ernst Cassirer “tenía que circular en medio del fuego de ametralladoras camino de la universidad para dar sus clases”, según recordó su esposa. “Una vez, en una de estas luchas callejeras, los disparos alcanzaron los cables eléctricos del edificio de la universidad mientras Ernst daba su clase”, contaba, y el filósofo “preguntó a sus alumnos si debía concluir o continuar con la clase, y ellos respondieron unánimes que ‘continuar con la clase”.
El detalle es menor, sin duda. “Ernst terminó aquella clase con el aula completamente a oscuras mientras fuera sonaban sin interrupción las ametralladoras”, señaló su esposa. Pero importan la pregunta del maestro y la respuesta de sus discípulos, el afán de no ceder al miedo. Viene una temporada que será complicada. Consuela saber que, en algún lugar, es posible encontrar un resorte que alimenta el coraje ante las dificultades.
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