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Columna
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Niños rotos

Es tal la exigencia para convertirse en un deportista relevante que en ciertos casos se cae en la tentación de sacrificar la niñez de unos hijos a cambio de alcanzar algún día el paraíso del lujo y la gloria

David Trueba
Varias menores en un centro de entrenamiento de acróbatas en China.
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Cuando llegan los Juegos Olímpicos muchos nos olvidamos de que el rescate de ese entretenimiento de los clásicos por parte del barón Pierre de Coubertin perseguía refundar los valores del deporte no profesional. Se trataba de poner a competir las destrezas con la finalidad de sacar lo mejor de las personas normales. Por eso el profesionalismo quedó vetado, pues no se admitía que alguien sumara beneficios económicos a una práctica que se soñaba idealista y purificadora. Tanto es así que incluso Jim Thorpe, toda una estrella norteamericana del deporte, fue desposeído de sus medallas de decatlón y pentatlón ganadas en 1912 en los Juegos de Estocolmo, tras revelarse que había cobrado por jugar al béisbol como semiprofesional cuando iba a la universidad. 100 años después, esta estricta división entre el deporte profesional y el aficionado suena a imposible. Al principio, la degradación de la idea primigenia vino por la exaltación nacionalista que los países inculcaron a las Olimpiadas. El nazismo y posteriormente el bloque comunista pervirtieron el deporte en una guerra por otros medios. Las marcas comerciales terminaron por primar el espectáculo sobre cualquier otro valor. Y ya nada puede revertirse, así que solo queda divertirse.

Estos juegos de la pandemia sanitaria en Tokio se disputan sin público, según dicen. Pero la retransmisión es la base del negocio. La inversión en deporte ha esquivado fomentar el ejercicio escolar, la vertiente formativa, para centrarse en la fábrica de campeones. Si no alcanzas a serlo, te queda el consuelo de admirarlos por la tele, no hay término medio. Cuando uno ve los vídeos de la pequeña Naomi Osaka condenada desde los tres años junto a su hermana a entrenar ocho horas diarias en la pista de tenis no te invade la alegría. Tampoco cuando miras al pequeño Tiger Woods pegarle a bolas de golf durante horas en el garaje de casa bajo la estricta mirada de su padre ex marine. Lejos queda una visión de la infancia como paraíso lúdico, irresponsable y divertido. Es tal la exigencia para convertirse en un deportista relevante que en ciertos casos se cae en la tentación de sacrificar la niñez de unos hijos a cambio de alcanzar algún día el paraíso del lujo y la gloria. Por supuesto que a todos los espectadores nos encanta palidecer de asombro ante quien es preciso, frío y genial en sus ejecuciones deportivas. Por eso las Olimpiadas, cada vez más, retratan a superhumanos. Con nuestro inconfesable sadismo también disfrutamos de verlos romperse en pedazos y llorar.

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Alarmados por nuestra propia perversión, festejamos mucho cuando la medalla premia a una madre de familia que entrena en las horas perdidas con sus remos o a una niña que practica artes marciales con espíritu risueño y nada afectado. Ellas son la reencarnación de aquello que creíamos que era el deporte. Una destreza añadida al rito de ser persona. En demasiadas ocasiones la destreza se merienda a la persona. Hemos demostrado una capacidad impresionante para despojar de humanidad a muchísimas actividades humanas. Este es nuestro gran defecto. A él se añade nuestra gran virtud, la de no reconocer límites ni rendirse ante los obstáculos. Por eso los Juegos Olímpicos nos provocan emociones contradictorias. Apreciamos el esplendor del triunfo, pero intuimos la enorme cantidad de niños rotos que deja atrás.

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