Simone Biles no está bien y el mundo está un poco mejor
La deportista manda varios mensajes; uno de ellos a quienes todavía, mermados psicológicamente cuando no en franca depresión o trastorno, siguen como si nada hasta que la rueda pare o reviente
En la vieja tarea de hacer de los Juegos Olímpicos unas semanas en las que cumplir uno de los asertos de su fundador moderno, Pierre de Coubertain (“el olimpismo no es un sistema, sino una postura intelectual ético-moral”), la renuncia de Simone Biles a completar su participación en la final por equipos de gimnasia artística hay que inscribirla entre las proezas históricas de los Juegos, aquellas que trascienden la hazaña deportiva y suponen un aldabonazo político y social; en definitiva, una lección de la que tomar nota.
Biles, por ejemplo, no puede dar lecciones cuando está en el aire ejecutando un movimiento porque no hay nadie en el planeta que pueda aspirar a hacer lo que hace ella; Biles sí dio una lección cuando este martes bajó al suelo, buscó un micrófono y dijo, simplemente, que no podía con la presión. Que no competía más ese día; que vería cómo evolucionaba su cabeza de cara a los días siguientes. De eso sí podemos saber los demás, de salud mental: de no darle importancia o callarnos, de no cuidarla o herirla, de tener miedo a lo que mucha gente piense de ti porque al relucir por fuera se les hace imposible que haya algo mal dentro, como le ocurrió a Biles cuando hizo pública su baja médica.
(Ha sido especialmente grotesca la reacción —minoritaria— en redes calificándola de débil o incapaz, dos adjetivos típicos que sufren quienes colapsan o se rompen; dos adjetivos con los que nadie calificaría a quien se parte una pierna, tratándose igualmente de salud. Mención especial a la queja de recibir trato cariñoso por ser mujer porque, he llegado a leer, si eso le hubiese ocurrido a LeBron James o Tom Brady —algo se ve que imposible— la reacción sería furibunda; tópicos machistas que fluyen sin control y de los que no escapa parte de la prensa española, ocupada en dar a conocer a estrellas femeninas del deporte mediante sus vinculaciones, del tipo que sean, con hombres, de tal manera que todos esperamos que la siguiente medallista sea presentada como “La oro olímpica que saludó una vez en el avión a Patxi Salinas” o algo del estilo).
Lo cierto es que cuando Simone Biles, lo más aproximado que puede haber a una superheroína de los tebeos, dice que no puede más, pone sobre un escenario multitudinario un problema de salud que suele ocupar foros mínimos y referentes públicos contados. También hace dirigir la mirada hacia un asunto delicadísimo relacionado con su salud y, al mismo tiempo, con su imagen, atada a lo que todavía se percibe como un problema descontrolado, que no se sabe cuándo va a acechar o peor aún, que acechará en los momentos más exigentes (como si las lesiones físicas pudiesen profetizarse).
Pero, sobre todo, manda un mensaje a quienes todavía, mermados psicológicamente cuando no en franca depresión o trastorno, siguen como si nada hasta que la rueda pare o reviente; a los gobiernos que todavía no tienen la salud mental entre sus prioridades cuando una de sus más catastróficas consecuencias, el suicidio, es uno de los primeros problemas nacionales; y al público en general para enseñarle que ni siquiera las superestrellas (y esta en concreto representando a mujeres, a negras, a víctimas de abusos sexuales y a su país) están libres de quebrar en el momento de gloria, y al quebrar y decirlo dan el sentido completo a unos Juegos Olímpicos, la competición que recuerda con igual llama hechos deportivos, políticos y sociales que conmovieron primero y ayudaron a mejorar el mundo después.
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