Tranquilísimo
Toda mi vida he tenido un terror irracional, supongo que compartido, que la edad ha empeorado: encontrarme a un extraño en casa
Hace dos semanas estaba viendo el Inglaterra-Alemania tirado en cama con la persiana bajada cuando un desconocido entró en mi casa, llegó a mi cuarto y dijo, sonriendo, “qué tal”.
Toda mi vida he tenido un terror irracional, supongo que compartido, que la edad ha empeorado: encontrarme a un extraño en casa. La inviolabilidad del domicilio, el asalto a la sagrada intimidad. Cuando por fin ocurrió, mi cabeza pensó en décimas de segundo y por este orden: 1) “menuda pinta debo tener” y 2) “dile algo, no seas maleducado”. Así que de pie frente a él al lado de mi cama, vestido solo con unos calzoncillos y el pelo suelto, la diadema colgando de una oreja y la cara manchada de Oreo (esto lo vi luego, cuando me fui corriendo al espejo para ver qué impresión había dado), respondí “qué tal”.
Nos quedamos parados uno frente al otro antes de hacer una pregunta histórica en mi habitación: “Perdona, ¿pero tú quién eres?”. Al chaval le cambió el color de la cara, pude ver perfectamente cómo se le alteraban los rasgos, conformando un rostro completamente nuevo (“espera que aún lo voy a conocer”, pensé), y se giró y salió a paso ligero tras decir con la voz ronca: “Me equivoqué”. Sin saber qué hacer (¿qué se hace?) salí también yo detrás de él en carrera ridícula mientras cacareaba como una gallina “¿pero qué haces aquí?, ¿por qué tienes las llaves de mi casa?” y respondió que se había equivocado de piso, que la puerta estaba abierta, que no tenía llaves. Yo estaba tan nervioso y al mismo tiempo tan tranquilo (mi ya legendaria tranquilidad nerviosa) que le dije: “Ah, gracias”, porque no es la primera vez que me dejo la puerta abierta. Y él la cerró y se fue.
Me quedé dándole vueltas a la escena. Había durado dos minutos. Yo no había sentido nada: ni me asusté, ni tuve miedo, ni se me ocurrió pensar que el desconocido había entrado en mi casa para lo que sea que haga alguien en casa ajena. Todo lo más, pensé, venía a echar un polvo. No conocía el piso al que iba, salió del ascensor y vio una puerta abierta, se metió hasta la habitación, vio a un fofisano greñudo en calzoncillos y, aunque seguramente pensase “quién será el fibrado al que le roba las fotos este desgraciado”, dijo “qué tal” porque, mira, de perdidos al río. Y aún menos mal que el muchacho no era precisamente un jugador del Inglaterra-Alemania, porque si no acabamos en esa habitación como el rosario de la aurora.
Hice varias llamadas para contar lo que había pasado. De hecho no hablé de otra cosa los dos siguientes días. No porque la historia pudiese ser o no graciosa (todas las confusiones lo son, pero una de este calibre puede acabar en tragedia) sino porque me había impresionado mi pasmosa serenidad. Una serenidad que creo no habría cambiado de haber aparecido el intruso armado con un cuchillo jamonero (“¿buscas el jamón?, no tengo”).
Mi conclusión es que no concibo el mal, algo muy aplaudido en mi entorno hasta que esa inconsciencia me deja preguntándole a mi estrangulador si me está apretando un grano. Así que sin darle importancia, ni siquiera habérseme alterado el pulso, me fui a dormir esa noche pensando en qué cosas más raras pasan. Me levanté un momento a revisar la casa por si había entrado alguien más. Volví a hacerlo una hora después. Cuando me quise dar cuenta amaneció, y no había pegado ojo. Tranquilísimo, eso sí, y contando la historia entre risas mientras encadenaba tres noches de insomnio; todo lo que pasa, queda.
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