Perdidos y asesinados
No se nace odiando, ni uno odia porque ‘es así': hay que insensibilizarse antes
Hay un momento extraordinario en la serie Maricón perdido, de Bob Pop (Canal TCM), en la que el niño protagonista, trasunto del autor, recibe una abominable reprimenda de su padre durante la comida mientras su abuelo, sentado al lado del chico, le coge las manos por debajo de la mesa. Dura un instante, pero el niño sabe que no está solo (la vieja comprensión intergeneracional que suele darse entre abuelos y nietos, sean lo que estos últimos sean, hagan lo que estos últimos hagan). Según el espectador avanza en el metraje, y el niño en la vida, se comprueba que sí estaba solo en aquella mesa y por partida doble: el cariño de su abuelo, ante la ira de padre, se daba a escondidas, incapaz también él de enfrentarse a la violencia del agresor. Complicidad y solidaridad, pero con el matiz universal que viene después: cuando lo hacen por debajo del mantel.
Para que esos segundos se produzcan encima de la mesa se necesita una vida, eso cuando no la cuesta. Para el niño se trata del hecho de asomarse a un mundo en el que es posible la violencia contra él por ser como es, de ahí que no se asome o se asome disfrazado. Encima de la mesa, si eres gay, cabe la posibilidad de la violencia: son posibles las miradas, los desprecios, los insultos o los golpes por serlo. Hay gente que duda qué ponerse al salir de casa para estar más o menos favorecido; hay otra que duda qué ponerse para evitar meterse en problemas, siendo considerado el problema ellos y no los otros. La violencia ocurre en unos segundos; para que la violencia ocurra, sin embargo, se exige más tiempo. No se nace odiando: hay que insensibilizarse antes y hay que insensibilizarse pronto no sólo para poder llamarle a alguien “maricón” o “negro de mierda”, sino para justificar el insulto restándole importancia, o para directamente callar y mirar para otro lado.
Los jóvenes que la emprendieron a golpes con un chico en A Coruña, Samuel Luiz, de 24 años, lo mataron en algo más de un minuto. Algo más de un minuto de varias personas apalizando a otra al grito, según ha dicho la amiga que se encontraba con él, de “maricón” tras reprocharle que les estuviesen grabando (el chico estaba haciendo una videollamada). Por supuesto que importa lo que te llaman cuando te golpean, como ha escrito Begoña Gómez Urzáiz en La Vanguardia. Por supuesto que no hay nadie que justifique el crimen, ni que se lo arrogue intelectualmente. Por supuesto que sale más barato hacer declaraciones, publicar tuits y hablar de “ideología” o “dictadura” al referirse al LGTBI para hacerles saber que son de segunda, que salir a la calle a insultar y pegar palizas sin reparar en que es incompatible mantener y rentabilizar un discurso de odio desligándose de las consecuencias o peor aún, espantándose por ellas.
El niño de Maricón perdido vive y crece fuera de un armario, por tanto sufre la violencia verbal y física correspondiente. La serie no habla de los gays sino de un país, del mismo modo que la generación de Roberto Enríquez es una generación idéntica en dilemas y amenazas que cualquier otra que haya querido vivir en libertad. Una generación a la que, cuando asesinan a alguien, lo hacen no llamándole lo mismo que a los demás, sino algo más específico que delata el objeto de la rabia, por tanto la razón del crimen. Es tan fácil de entender como de afrontar, aunque todos pretendan entenderlo y pocos afrontarlo.
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