Tribunal exorbitante
Los poderes de este órgano exigen que su gestión sea prudente, proporcional e impoluta
El Tribunal de Cuentas es un órgano extraño. Sus poderes, por exorbitantes, exigen que su gestión sea muy prudente, proporcional e impoluta. Si quiere evitar convertirse en una Inquisición cuyo proceso más famoso —relativo a la corrección de los gastos internacionales del procés— sea arrumbado en un minuto cuando llegue al Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo.
Todos los países serios disponen de órganos fiscalizadores de las cuentas públicas. Pero, a diferencia del español, los mejor regulados no eligen a todos sus miembros por sus Parlamentos: en Alemania, solo al presidente y al vicepresidente; en Reino Unido, al auditor general. También suelen ser magistrados (Italia, Francia). Carecen de poder jurisdiccional: si sus auditorías detectan irregularidades, deben elevar el expediente a la judicatura (Reino Unido, Alemania, Dinamarca, Finlandia, Irlanda...) Y como controladores, se someten a su vez a control: por una empresa auditora (Portugal) o por el Parlamento (Reino Unido).
El poder de embargar cautelarmente cuentas y viviendas es también exorbitante en el caso español. Quienes argumentan que lo ostenta también Hacienda —lo que por cierto ocasiona múltiples abusos— olvidan que en este último caso tiene límites precisos: que las cautelares no produzcan “perjuicio de difícil o imposible reparación” (Ley general tributaria, artículo 81).
Amén de esas singularidades regulatorias a corregir, en este caso resulta también cuestionable el ejercicio concreto del poder exorbitante. La ausencia de un “proceso equitativo” —causa más frecuente por la que Estrasburgo desarma sentencias— ha cristalizado ya en la exclusión, ante el acta de liquidación, del trámite de alegaciones a entidades relevantes (Ministerio de Exteriores, Generalitat); el desprecio al derecho de defensa al concedérsele solo tres horas para leer las más de 500 páginas del expediente; al no distinguir entre actos (o viajes) únicamente para promover ilegalmente la secesión y los que incluían, entre otros elementos, retórica sobre la misma. Y sobre todo al encausar a ya condenados por malversación en el Tribunal Supremo, lo que contraría el artículo 16 de la ley del propio tribunal.
La guinda del caso es el relevante conflicto de interés planteado porque la instructora —de olvidable apellido—, sea clara enemiga de los encausados, exministra, y terminal de un exjefe de Gobierno que escribía contra la Constitución. En bien del procedimiento y la institución, ya debería haberse autorrecusado.
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