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Leyendo de pie
Columna
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Cuba, de Veroes a Jesuitas

Las redes y las cabeceras digitales están todas llenas del hartazgo cubano y de su airada gente. Cuando oigo mencionar a la isla imagino invariablemente a Martí llegando a su casa caraqueña en la noche

Ibsen Martínez
Manifestantes en las calles de La Habana
Manifestantes en las calles de La Habana, este domingo.Ernesto Mastrascusa (EFE)

Mi madre, maestra de escuela, llevó una vez a casa una Botánica de Orestes Cendrero, célebre naturalista cubano nativo de Santa Clara (antigua provincia de Las Villas), y con ella entró Cuba a nuestra casa.

Era una vieja edición española, con fotografía sepia captadas por el autor en muchísimos lugares de la Isla. Gracias a Cendrero supe muy temprano que la ceiba es una malvácea.

Mi vieja nunca fue a La Habana, pero sabía muchísimo de las andanzas de Martí en Caracas. Tenía debilidad por los poetas, pero oyéndola hablar concluías que el autor de La niña de Guatemala era el más caraqueño de todos. Siendo los dos maestros, creo también que obraba en ella una especie de afinidad gremial.

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Puedo verme aún, de diez u once años apenas, tomado de la mano de mi vieja y asomado al patio de lo que fue el Colegio Santa María— entre las esquinas de Veroes y Jesuitas—, por entonces una casona a medias derruida y enmontada. Allí dictó Martí lecciones de gramática francesa durante el medio año que vivió entre nosotros.

Martí debió aprender el idiosincrásico nomenclátor del casco histórico caraqueño: no atiende al catastro municipal. Te orienta la eufonía de los nombres que en tiempos de España dieron los habitantes a las esquinas de la cuadrícula. Ella dicta el sentido de la circulación original.

Apellidos de vecinos ilustres, templos, hitos del paisaje. Así: de Sociedad a Gradillas, de Bolsa a Mercaderes, de Cuartel Viejo a Pineda…

Al otro sitio de trabajo del Apóstol en Caracas sí entraba yo a menudo: la casona del Colegio Villegas— entre la esquina de Veroes y la Santa Capilla—, donde dos veces por semana, de ocho a diez de la noche, Martí enseñaba oratoria. Allí funcionó luego, y aún funciona, la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas donde acudía mi hermano mayor, conmigo de pegoste.

Juvenal Anzola, joven estudiante de Derecho, fue uno de sus alumnos aquel año de 1881 y por él sabemos de la fascinación que ejercía Martí sobre ellos. Invariablemente escoltaban en grupo al joven maestro de 29 años hasta su alojamiento. Anzola lo cuenta en Civilizadores de Venezuela, una rareza bibliográfica que merecerá muchas reimpresiones cuando a Venezuela regrese la democracia.

¿Por qué doy lata con todo esto? Porque las redes y las cabeceras digitales y la tele están, desde el memorable domingo de San Antonio de los Baños, todas llenas de Cuba y de su hartazgo y de su airada gente y yo, cuando oigo la palabra “Cuba”, imagino invariablemente a Martí llegando a su casa caraqueña—al parecer vivía con su familia cerca de Tienda Honda—, ya tarde en la noche.

Lo retiene un rato la conversación. Al cabo, Juvenal Anzola y sus compañeros se despiden y le desean buen descanso.

No hay venezolano culto que no sepa de memoria los párrafos liminares de la elegía de Martí a la muerte de su amigo, el humanista venezolano Cecilio Acosta. Apareció en el segundo número de la Revista Venezolana que fundó no bien llegó a Caracas. En ella dice: “En cosas de cariño, su culpa era el exceso. Una frase suya da idea de su modo de querer: ‘oprimir a agasajos’. Él, que pensaba como profeta, amaba como mujer”.

Igual que en otros trechos de nuestra historia, Venezuela soportaba entonces una dictadura, la del general Antonio Guzmán Blanco. El dictador tenía entre ceja y ceja desde siempre al austero civilista que fue el sabio Acosta, dulce republicano intransigente.

Tratándose de libertades públicas, Cecilio Acosta no sabía callar y lo pagó con el largo ostracismo que rompió Martí con su amistad. Guzmán no le perdonó aquella oración fúnebre y lo expulsó de nuestra patria.

Cuba y Venezuela, ¡siempre tan cerca! Como decir “de Principal a Conde”, “de Veroes a Jesuitas”.

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