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Columna
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La biblioteca humana

En Dinamarca se ha ideado una nueva forma de lectura. Se trata de ofrecer a la persona dos opciones: o leer un libro o escuchar a un viejo que le cuenta su vida

Julio Llamazares
Una niña en una biblioteca.
Una niña en una biblioteca.Terry Vine (Getty Images )

José Luis Gutiérrez, etnógrafo, musicólogo y narrador, y Leticia Ruifernández, acuarelista y amante también de las historias, ya sea para inspirarse artísticamente, ya sea por las historias en sí, recorrieron durante un tiempo las tierras del Poniente zamorano-leonés con la intención de prestar oídos a los últimos moradores de unas aldeas que, por haberse quedado al margen de los caminos del desarrollo, conservan los últimos vestigios culturales y lingüísticos de un mundo fronterizo y ancestral que está desapareciendo aventado como los vilanos por el irresistible viento de la homogeneización. Armados con grabadora y pinceles, etnógrafo y acuarelista se dedicaron a escuchar a los últimos ancianos de unos pueblos que por su propio aislamiento componen un mundo propio bien diferente de los de otras zonas. El mundo del Poniente, con su réplica del otro lado de la Raya, como se denomina allí a la frontera entre Portugal y España, ha sido durante siglos una especie de Far West peninsular tan desconocido como particular. Ya Julio Caro Baroja, nuestro gran estudioso de la cultura popular en el siglo XX, se fijó en él hace mucho, llegando a afirmar que era el más rico de toda la península desde el punto de vista de la antropología.

José Luis Gutiérrez y Leticia Ruifernández han autoeditado un libro que va ya por su segunda edición (Cuadernos de últimas voces, Papel Continuo) en el que dan la palabra a unas personas que son las depositarias de una cultura en extinción pero cuyas historias merecen conocerse y conservarse porque son la memoria viva de este país. Cuando un anciano se muere se cierra una biblioteca, pero por suerte para estos ancianos cabreireses, sanabreses, sayagueses o alistanos su historia no se acabará con ellos, porque sus voces han quedado en la cinta de la grabadora de José Luis Gutiérrez y en las páginas de este libro que tan sugestivamente ilustran las acuarelas de Leticia Ruifernández, auténticos vuelaplumas capaces de retratar a la vez el alma y la fisonomía de esos viejos que hablan al calor del brasero o al resol de la solana. Hay paisajes también, los que modelaron el carácter de esas personas haciéndolas ser como son y no de otra forma.

Mientras hojeaba el libro, leía que en Dinamarca alguna biblioteca ha ideado una nueva forma de lectura que tiene que ver con todo lo anterior dicho. Se trata de ofrecer a la persona que entra en la biblioteca dos opciones: o leer un libro o escuchar a un viejo que le cuenta su vida. La experiencia, al parecer, está teniendo un enorme éxito, lo cual no es de extrañar en una sociedad como la danesa cuya modernidad y desarrollo tecnológico han hecho olvidar a las personas, principalmente a los ancianos. La posibilidad de sentarse delante de uno de ellos y oírle contar su vida se convierte así en una nueva variante de la lectura que se imbrica en la narración oral pero que también alude a la soledad de todas esas personas cuyas voces han dejado de escucharse por el fragor del mundo moderno, pero que tienen mucho que enseñar. Y también a la necesidad de otras de conocer sus historias, pues son la herencia de los verdaderos libros: esos que nunca se cierran porque continúan hablándonos incluso cuando sus autores han desaparecido ya. En las bibliotecas nos hablan las almas de los muertos, dijo el clásico latino, pero en la calle están los vivos para contarnos sus historias y raramente los escuchamos.

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