El origen del crimen
La violencia machista sacude a los hijos porque el origen mismo de muchas relaciones sentimentales se asienta sobre la posesión, la sumisión y el desprecio a la autonomía de la mujer
La resolución terrible del caso del padre que había secuestrado a sus dos niñas en Tenerife ha causado una conmoción general. El asesinato coronaba un plan para que jamás se hallaran los cuerpos, sumergidos en el fondo del mar. La intención era causar un dolor eterno a su antigua pareja y madre de las niñas. Ningún caso de violencia machista es un caso más, pero este ha congregado algunas reacciones que sería interesante comentar. No es fácil encontrar justificación para quienes niegan el matiz de género en estos crímenes y pretenden adscribirlos a una violencia generalizada en la sociedad. Estos son asesinatos motivados por la visión de la mujer como una mercancía que se adquiere de por vida, como si bastara concederles tu pasión para que ellas se vean obligadas a renunciar a su autonomía y libertad. Negar ese matiz de género a estos crímenes es una postura dañina socialmente. Ofrecer una guarida al maltrato, aunque sea meramente dialéctica, es un error mortífero.
Frente a errores de bulto, como justificar el secuestro de niños por parte de madres como una venganza frente al problema, algunos de los negacionistas de la violencia machista han vuelto a insistir en su receta habitual de aumentar las penas. Creen firmemente en la cultura del castigo y jamás en la de la prevención. En los casos en que no recurren al suicidio, estos asesinos ven cumplida su misión vengativa. Lo que deberíamos combatir es su interpretación psicópata del amor, por desgracia demasiado extendida entre nosotros. Todo crimen ofrece una posibilidad de trabajar en su prevención, pero los crímenes de género aún más. Requieren por tanto un esfuerzo de pensamiento, medios y tratamiento. Más allá del obvio castigo debemos atajar también las motivaciones en las que se ampara.
Pese a las políticas de protección de la mujer, tan necesarias, la violencia contra ellas por parte de exparejas o personas cercanas persiste. Y lo hace porque a menudo nos olvidamos de que la desactivación comienza en los medios, la escuela y en el interior de las familias. Es imprescindible que el coro de allegados que protege a los maltratadores por una mal entendida lealtad personal se combata con ahínco. Los rasgos del acoso a la expareja son bastante evidentes y tendrían que activar una mayor implicación del entorno familiar, laboral y social de la víctima y del verdugo. Lamentar el delito y echarse las manos a la cabeza cuando el daño se desencadena evita que reparemos sobre unos valores sociales podridos que se imparten desde demasiados púlpitos, salones y mentalidades.
Al día de hoy, basta fijarse de manera somera en el tratamiento de las mal llamadas noticias del corazón para entender cómo se tiende a considerar la separación una traición y el final del amor como un atentado al otro. El error estriba en empujar sutilmente a quienes aspiran a recuperar su autoestima herida a hacerlo con una reacción de autoridad de cara a los demás, esos espectadores que en los programas de cotilleo son un público distante y cruel, pero que en el entorno social y familiar son demasiado habitualmente también jueces de parte, condicionados por una cercanía malsana que legitima al criminal para actuar de manera tan salvaje. La violencia machista sacude a los hijos porque el origen mismo de muchas relaciones sentimentales se asienta sobre la posesión, la sumisión y el desprecio a la autonomía de la mujer.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.