No son de fuera
Tal vez haya un día en que asumamos que no existen los españoles de pura cepa. Parece fácil, pero los hijos de la inmigración saben que no lo es
Vuelvo al pueblo, Ademuz, con la misma excitación que cuando era niña. Las razones de la alegría son las mismas de entonces, quiero reencontrarme con mis primos, con mi tía Elvira, con aquellos con los que jugué en la calle de la mañana a la madrugada. Quiero seguir las mismas rutas de antaño, pasear por ese campo glorioso, surcado de ríos vivísimos, de acequias, de fuentes. El discurrir del agua es el continuo sonido de fondo. Sé que vuelvo a un paraíso relativamente desconocido. Aquí regresan en verano los hijos de los que se fueron. En una de las plazas escucho el ruido de un balón. Hay niños. Parece inevitable que cuando formulas la pregunta de cuánta población hay, se añada la adversativa: somos mil, pero. Pero qué. Pero hemos perdido mucha juventud de la nuestra: un gran porcentaje de los mil es de fuera. El razonamiento es inevitable, se trata de la melancolía por la dispersión de la propia familia que se entiende como disolución. Pero tenemos el deber de aprender a pensar con amplitud histórica. Algunos de esos niños que juegan al balón ya han nacido en el pueblo, que sienten como suyo. Volverán a su otro país, Marruecos, de vez en cuando, para ver a los abuelos y tendrán que lidiar con fidelidades y complejos hasta que reconciliados con sus dos culturas entiendan su origen como una riqueza. Lo cuenta muy bien el periodista Moha Gerehou, hijo de padres gambianos y nacido en Huesca, en su libro, Qué hace un negro como tú en un sitio como éste.
La literatura ayuda a comprender el proceso social e íntimo que experimentan los hijos de inmigrantes. Dos de mis libros de memorias favoritos, Harpo habla, de Harpo Marx, y A merced de una corriente salvaje, de Henry Roth, dan cuenta de la infancia de dos niños judíos, el primero de origen alemán y el segundo ucraniano, cuyas familias se asentaron en Nueva York a finales del siglo XIX y a principios del XX. No pueden ser más divergentes sus miradas. Mientras Harpo es el chiquillo inocente protegido y animado por su madre a comerse el mundo, la infancia de Henry es sombría, apesadumbrada por la sensación de que sus padres no saben lidiar con el nuevo mundo al que han llegado. Para nosotros son pura cultura americana y así han pasado a la historia de su país de acogida, pero hay que imaginarlos, a veces pillos a veces temerosos, en esas calles pobres de Nueva York en las que los habitantes de distintos flujos migratorios competían entre sí y peleaban por su espacio. Cuando volvían a casa, uno, Henry, escuchaba a su madre hablar torpemente el nuevo idioma, mientras que el otro, Harpo, admiraba la soltura con que sus padres trufaban el inglés con expresiones en yiddish. Roth sufría al observar el desamparo de su madre pueblerina y Harpo se inspiraba en aquella mujer valiente que se empeñó en convertir a sus hijos en estrellas. No hay literatura ni cine ni música americana que no proceda de la mezcla migratoria, donde concluyen la herida y la voluntad de superación.
Ya van surgiendo en España voces de otros orígenes, niños que nacieron en este país o que se educaron en él. Dimas Prychyslyy, Najat el Hachmi, Moha Gerehou, Chenta Tsai Tseng, Margaryta Yakovenko, Berna Wang. Dice Moha con humor que en su vida ha dicho más veces que es español que Santiago Abascal. Tal vez haya un día en que asumamos que no existen los españoles de pura cepa. Parece fácil, pero los hijos de la inmigración saben que no lo es. No hay nada más resistente que los prejuicios. Ojalá ese balón que yo escuché el otro día en mi querido pueblo siga retumbando en sus calles estrechas, y que alguna de esas criaturas narre en el futuro cómo fue construir una identidad en la que confluyen el pueblo en el que vives y el latido de una tierra lejana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.