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Tribuna
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Larra en el ciberespacio

Los trámites en la Administración digital española parecen estar diseñados para personas con varios tipos de ordenadores y navegadores, y mucha paciencia

Mara Balestrini
Mostrador de atención al público en una oficina de la administración.
Mostrador de atención al público en una oficina de la administración.GVA (Europa Press)
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Si Larra viviera hoy, en la España del siglo XXI, y volviese a escribir su célebre artículo Vuelva usted mañana, probablemente lo titularía Error 404. Ante cada gestión, los sucesivos mensajes de fallo y una terminología que solo un jurista puede comprender invocan, en la era digital, aquella desoladora queja contra la burocracia española de Larra. Los trámites en la Administración digital española parecen estar diseñados para un grupo minúsculo de la ciudadanía que dispone de varios tipos de ordenadores y navegadores, mucho tiempo libre y, sobre todo, paciencia.

Interactuamos cada día con interfaces de empresas y servicio que nos resuelven problemas casi sin esfuerzo, con un clic y desde la ubicuidad del móvil. Sin embargo, nadie espera el mismo estándar de calidad cuando navega por las webs y aplicaciones móviles de la Administración pública.

Al intentar pagar una multa, obtener turno en el registro civil o un NIE, o simplemente identificarse usando uno de los múltiples sistemas en vigor (DNIe o certificado digital, Cl@ve Pin, etc.) los ciudadanos asisten a una aventura insólita: procesos que entran en bucle porque incluyen pasos con decenas de dependencias, gestiones que comienzan en la web, pero requieren de una visita a la Casa de Moneda y Timbre o que se suba un fichero escaneado, o el requisito de que se introduzcan otra vez sus datos personales, incluso aunque se haya utilizado el certificado digital al comienzo.

¿Por qué unas interfaces funcionan tan bien y otras tan mal? En la mayoría de los casos la respuesta está en el proceso mediante el cual fueron creadas. Estamos acostumbrados a las de Google o el iPhone, las de Instagram o Microsoft Word, que son el resultado de la estrecha colaboración entre ingenieros, diseñadores y expertos en interacciones entre humanos y máquinas. Todos ellos siguieron un proceso de diseño centrado en el usuario. Esta filosofía de diseño, que nos ha permitido dejar atrás los manuales de instrucciones, da como resultado sistemas cuyo uso es prácticamente universal, intuitivo y sin esfuerzo.

Esto se logra gracias a una secuencia de pasos clave. El primero es la investigación que permite conocer a fondo a los usuarios finales y empatizar con ellos, entendiendo sus necesidades y expectativas. Gracias a la investigación de usuario se pueden saber cosas tan específicas como, por ejemplo, que el 53% de quienes visitan un sitio web desde el móvil se irán si la página no se carga en tres segundos o que el 80% de los problemas de usabilidad de un sistema se pueden identificar consultando a tan solo 5 personas. El segundo es el diseño de prototipos de interfaces orientadas a resolver esas necesidades ajustándose a las expectativas y motivaciones. El tercero es poner a prueba continuamente los sucesivos prototipos para recoger y analizar los datos de uso hasta dar con un diseño óptimo.

Este proceso, que implica el trabajo colaborativo de equipos multidisciplinares y de experimentación permanente, dista mucho del modo en el que trabaja la Administración pública. La mayoría de nuestros servicios se han construido a imagen y semejanza de la burocracia del Estado, poniendo a las leyes y no a los humanos en el centro. Muchos usuarios podrían pensar que el motivo por el que las interfaces del Estado son tan complejas es por temas de seguridad y protección de datos. No es así. Según el Observatorio de Seguridad Web apenas el 3% de más de 750 webs de la Administración analizadas por un equipo de expertos son completamente seguras.

Poner en marcha servicios públicos digitales exitosos es difícil pero no imposible. La Administración debe entender que adaptarse a la era digital va más allá de la mera digitalización. No se trata de pasar a soporte digital un proceso o mecanismo que ya existía en el mundo analógico, sino de reinventarlo poniendo a los ciudadanos en el centro. Hay ejemplos de éxito. El primero y más obvio es Estonia, cuya e-república es conocida como la Administración digital más eficiente del mundo; más del 90% de los trámites se realizan ya de manera telemática. Pero es un caso difícil de replicar, ya que su Administración nació digital; es decir, no tuvo que lidiar con el legado de siglos de burocracia analógica.

El segundo ejemplo es el Servicio Digital del Gobierno británico (GDS) que se encarga del diseño transversal de servicios a nivel estatal. En el corazón del GDS está el User Research Team, un equipo de investigación de usuario conocido por compartir sus averiguaciones en un blog. Además de crear interfaces fáciles de usar y agradables, han desarrollado herramientas para asegurar que los servicios de las Administraciones sigan un estándar de excelencia y sean homogéneos. Entre sus principios se encuentran algunos de los mandamientos de la transformación digital: entender a los usuarios y sus necesidades; hacer que el servicio sea fácil de usar; seguir metodologías ágiles de trabajo; ofrecer mejoras continuas; y publicar el código fuente en abierto.

Se tiende a pensar que la cuestión del diseño en el contexto de la Administración pública es un tema menor; una cuestión estética. Eso es un error grave. Los servicios digitales mal diseñados se traducen en una Administración colapsada, con servicios presenciales y deficientes. Cuando están bien hechos, en cambio, estos servicios permiten aumentar la eficiencia, ahorrar dinero y eliminar trámites. Todo eso contribuye a la felicidad y calidad de vida de la gente y a lograr que las gestiones que tienen que hacer con la Administración sean solo lo que deben ser, un trámite. La Agenda España Digital 2025 pretende impulsar los servicios públicos digitales. No hay que esperar y volver mañana, se pueden buscar soluciones hoy.

Mara Balestrini es doctora en Ciencias de la Computación por University College London.


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