Inmunizada
Qué gracioso ha estado el señor De Quinto con la ministra de Trabajo insinuando que Yolanda Díaz es floja porque se ha puesto mala
Hace unos días me inyectaron mi primera dosis. La palabra “inmunizada” no es precisa porque la inmunización llegará más tarde. Sin embargo, una de estas lunáticas columnas ya se tituló Vacunada y, según mis conceptos de belleza y bondad —no siempre coincidentes, Diosa lo sabe—, me he propuesto ser hermosamente inclusiva y jugar con títulos siempre acabados en a y nunca repetidos. Aplico la máxima de que la verdad no te arruine una buena noticia ni la repetición provoque que te bajen la nota de redacción. Aquí no se escribe ni a tontas ni a locas —lo digo a propósito. Pese a esta traviesa inclusividad que todo lo pudre —lo mismo que esta sintaxis disruptiva de la lectura fácil—, a mí también me interesan la belleza del arte y la felicidad de los pueblos. El director de la RAE —lo sigo— continúa afirmando que lo inclusivo “afea” la lengua y en Francia suprimen la ortotipografía inclusiva porque dificulta la comprensión lectora; me pregunto por qué no se contempla la misma limitación con emoticones y anglicismos, y sobre todo quiero que me cuenten qué cosa es la belleza: economía o visibilidad. También se pervierte a diario el sentido del humor: qué gracioso ha estado el señor De Quinto con la ministra de Trabajo. De Quinto, sacerdote del credo de que la riqueza procede del esfuerzo y no de herencia o monopolio, insinúa que la ministra es floja porque se ha puesto mala. Como es chica, de extracción social más humilde que la suya, educada en el sindicalismo, y el sindicalismo es una escuela para aprovecharse de la buena gente que posee los capitales, ella no puede cumplir con sus obligaciones porque, desacostumbrada a trabajar, “no ha precalentado” antes de arremangarse para conseguir el concierto social y mejorar la economía. Sin embargo, el ejemplar De Quinto, en el estricto cumplimiento de sus tareas, despidió a más de mil trabajadores y trabajadoras —qué fea esta duplicación, que ininteligible hace el texto— de Coca-Cola. Las mujeres de clase media y las pobres, sindicalistas, usuarias del transporte público somos vagas: por eso, elegimos paro o contratos temporales. También escribimos mal y nos reímos peor. Me parto, me mondo y me retracto: no estoy inmunizada contra el doble rasero ni el machismo ni el liberalismo de la libertad de comprar artículos de lujo —¿un Porsche?— con risibles gravámenes fiscales.
En la hipótesis de que lo que pica no es la calidad morfosintáctica ni la femenina falta de sentido del humor, sino asuntos que devienen en discriminación laboral, invisibilidades, abusos, desigualdad jurídica y mujeres muertas, uso mi columna como cuerpo que se expresa a través de su diferencia —mi estilo es político—, mientras el propio cuerpo, recién inoculada una primera dosis, se transforma: noto cómo me corre por la sangre un submarino, pilotado por Gates y Zuckerberg, que instala tecnología 5-G en mis células incitándome a quitar la tirita que cubre la cámara del portátil, abrirme otra cuenta de Instagram, alienarme más, matarme a base de autorrealizarme y de optimizarme como apunta Byung-Chul Han —no, no es el director de Parásitos—. Como si a Bill y a Marc les hiciese falta tanta sofisticación vacunal y no nos tuvieran desde hace años comiendo de su mano. Pitas, pitas. Felices, colaboradoras del capitalismo social como utopía máxima, conectadas y cada día más solas.
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