Ser paciente
A Ramiro Domínguez, editor de Sílex, le gusta considerarse un renacido, alguien a quien la nieve trajo al mundo y a quien la nieve resucitó
Su mujer lo vio entrar en casa como un náufrago. Había perdido 14 kilos, andaba flotante y alucinado. Cuando se desnudó ella observaba con cierta aprensión el cuerpo enclenque, la piel llena de moratones por la inmovilidad, el tratamiento, y pensaba que, de alguna manera, su marido regresaba de una guerra. ¿Cómo se recupera un excombatiente que ha visto morir, entre alucinaciones, a sus camaradas de batallón? Ramiro Domínguez, editor de Sílex, enfermó de coronavirus la pasada Nochebuena. No volvió a casa hasta el 30 de enero. Ahora hace paralelismos que para él tienen un fuerte componente simbólico. Al día siguiente de su nacimiento, en 1967, hubo en Madrid una nevada histórica; al día siguiente de salir de la UCI cayó el temporal Filomena, y a él le gusta considerarse un renacido, alguien a quien la nieve trajo al mundo y a quien la nieve resucitó. Aunque parezca extraño, cuando pasó a planta echaba de menos a esos sanitarios de la UCI que se movían alrededor de él para salvarle la vida. Su vida transcurría, a consecuencia de la medicación, en otro país, Marruecos. Ramiro se vio envuelto en un largo sueño psicotrópico, pleno de aventuras: el hilo argumental era que nuestro héroe debía ir a Marruecos para repatriar el cadáver de un amigo fallecido por covid. Tiene la sensación de haber pasado los 15 días de coma inducido realizando esa misión. Cuando despertó, sintió urgencia de ver a su hijo, que en esos días cumplía cinco años. Una enfermera puso delante de él una pantalla que le devolvió su propia imagen: la mitad del rostro paralizado, la piel amoratada, una expresión de estupor. El niño, que tanto había soñado con el reencuentro, salió disparado al ver a aquel moribundo que apenas podía hablar, que no era el padre al que él cada noche esperaba.
Como si la traumática experiencia le hubiera adiestrado en una suerte de conciencia del presente, Ramiro, al llegar a casa, disfrutaba asombrado de esas rutinas que habitualmente se cumplen sin sentir. Se metió en la ducha y el placer de recobrar su intimidad, de lavarse a sí mismo, de preservar el pudor, le hizo sentir una enorme paz. Y tras esa limpieza, el acurrucarse en su cama al lado de la mujer querida. También se emocionó cuando el otro día, sentado en el Café Comercial con un amigo, comenzó a llover. La luz de la lluvia, el olor, obraron el milagro de devolverlo a la infancia.
Anda cojeando porque el nervio ciático resultó afectado, pero no es eso lo que ahora más le importa, sino el deseo de superar esa sensación de desamparo que en ocasiones le provoca ajenidad. Es el temor del enfermo a no regresar a este mundo del todo. Charlando con unos vecinos se sintió como un veterano de la guerra del Vietnam que hubiera de callar lo padecido porque ya no toca hablar de ello; se vio sobrepasado por la melancolía. Prefiere no ver las noticias, le emocionan las cifras de muertos, el número de enfermos en las UCI, aunque a los que no hemos luchado en esa batalla nos parezcan esperanzadoras. Viendo las imágenes de desmadre de la noche en que acabó el estado de alarma le brotó una rabia (cabrones, insolidarios) que trató de frenar justificando el carácter irreflexivo de cierta juventud. Pero en él ha podido el deseo de incorporarse al trabajo. La enfermera observaba su nerviosismo y le decía, “Ramiro, has de ser paciente”, y esa palabra, “paciente”, adquirió entonces su significado más profundo. La semana pasada, el Financial Times señalaba algo sobre lo que poco hemos reflexionado: los tiempos para la recuperación de una enfermedad grave eran antaño mucho más largos. El paciente tenía que regresar a su vida anterior poco a poco, y en esa lentitud posterior se afianzaba la salud.
Cada día lleva Ramiro a su hijo al colegio. Cada día, el niño le dice a su maestra: “Mira, ahí está mi padre, ha vuelto”.
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