El derecho a la complejidad
Desde la caída del muro de Berlín no se han terminado las ideologías, se ha impuesto un modelo único de pensamiento y ha triunfado el antiintelectualismo
En una reciente entrevista, la dramaturga Nieves Rodríguez Rodríguez, defiende la complejidad como generadora de posibilidades. Esta afirmación resulta, cuando menos, provocadora. Llega en un momento en el que la simplificación es el requisito esencial para conseguir una comunicación efectiva. La sencillez de cualquier operación, especialmente de las relacionadas con el intelecto, se premia sobre cualquier otra opción. El esfuerzo nos aterra.
En la educación, las docentes somos alertadas del número de minutos que el alumnado puede mantener la atención, pese a que un cambio constante de actividad suponga también la incapacidad de introducirnos en un tema “complejo” no debemos sobrecargar a las estudiantes. Los coches tienden a conducirse solos. Los aparatos electrónicos han de ser “intuitivos”, signifique lo que signifique esa palabra. Vemos a infantes capaces de utilizar un móvil antes de aprender a hablar.
Lo complejo se rechaza como una rémora del pasado. De aquellos años en los que, todavía, el sistema capitalista debía justificarse frente a otros modelos que, si bien no deseables, eran posibles. En España y en Europa, en general, nos agarramos a los últimos coletazos del maltrecho Estado del bienestar. En otros lugares y situaciones –como en el caso de la población asediada estos días en Gaza– la complejidad comienza en el momento del nacimiento. No tienen el lujo de compartimentar sus preocupaciones.
El filósofo y sociólogo centenario Edgar Morin alerta desde los años noventa de la necesidad del pensamiento complejo como método para enfrentarnos a los diversos sucesos del devenir de la existencia. El pensamiento complejo trata de considerar las diferentes dimensiones de la realidad y se opone a los segmentos en los que las disciplinas científicas han acotado el conocimiento. Para Morin, las partes no se pueden entender sin entender el todo, nuestra falta de perspectiva global explica nuestra incapacidad para comprender el mundo. El pensamiento complejo no es intuitivo, requiere de preparación, entrenamiento y esfuerzo. Lo inmediato es pensar que cuando se plantean dos términos en contraposición estos términos son excluyentes. Por ejemplo, unidad frente a diversidad. Podríamos pensar que la unidad o la cohesión de un grupo solo se consigue con la eliminación de la diversidad. Sin embargo, un razonamiento más pausado nos ofrecería la posibilidad de argumentar que la diversidad de los componentes propicia su interdependencia y, por lo tanto, la unidad del grupo.
Lo más directo sería pensar que Estados Unidos apoya a Israel por la presión de su población judía, sin embargo, la realidad es que la gran mayoría de los judíos estadounidenses son críticos con Israel. Los cristianos evangélicos estadounidenses apoyan en masa al Estado israelí por su creencia en la segunda venida del Mesías en Tierra Santa. Los poderes hegemónicos desarrollan estrategias para desbaratar cualquier intento de pensamiento crítico. Explicaciones que conectan nuestro bienestar con la violencia que se vive en otros lugares del mundo son tildados de conspiranoicos. ¿Qué decir del binomio economía frente a salud? No me refiero solo a la pandemia, existen otros ejemplos como las medidas para limitar la polución en las ciudades altamente contaminadas, en donde cada año se podrían evitar centenares de muertes relacionadas con la polución. Los mitos de la economía capitalista, del crecimiento infinito y del libre mercado, se han impuesto como dogmas inquebrantables y hoy en día –parafraseando a Yayo Herrero–, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Desde que en 1886 se publicara Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, de Friedrich Nietzsche, conocemos el poder de la metáfora como creadora de conocimiento. Las verdades son ilusiones que se han olvidado de que lo son. Se pierde la relación de semejanza de la que nació y se considera sólo la relación de identidad. La formación de metáforas corresponde a un instinto fundamental del ser humano. A través de ellas se va conociendo. La metáfora no sólo pertenece al campo del texto, sino que también da forma a la realidad. La metáfora impregna la vida cotidiana, el pensamiento y la acción. La forma en la que experimentamos el mundo es en gran medida metafórica. Los cambios en nuestro sistema conceptual cambian lo que para nosotros es real y afectan a cómo percibimos el mundo y actuamos en base a estas percepciones. Categorizamos el mundo para entenderlo. Al hacer una aserción hacemos una elección de categorías. Nos centramos en un aspecto concreto y no en otro para que la experiencia sea coherente. Utilizar una metáfora supone iluminar una determinada parte de cierto concepto en detrimento de otras. Las partes oscurecidas no desaparecen. Iluminarlas es un ejercicio complejo, pero valioso. Nos ofrece nuevas posibilidades de enfrentar nuestra realidad y a nadie se le escapa que estamos desesperadamente necesitadas de alternativas.
Desde la caída del muro de Berlín no se han terminado las ideologías, se ha impuesto un modelo único de pensamiento y ha triunfado, además, el antiintelectualismo. Sin embargo, la realidad inaccesible y la experiencia no abandonan su complejidad. Tenemos derecho a la complejidad, porque como dice mi querida dramaturga, la complejidad no es hermetismo, es la apertura a nuevos mundos.
Mar Gómez Glez es socióloga, escritora y doctora en Filosofía por NYU. Su novela Una pareja feliz (finalista del premio Nadal 2021) se acaba de publicar en la editorial Tres Hermanas.
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