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tribuna
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Un nuevo ‘marketing’ político

Si las campañas electorales copian al mundo comercial, deben adoptar también los límites legales a la publicidad: mentir no es libertad de expresión, es engañar, y debe prohibirse radicalmente

Adela Cortina
Tribuna Cortina 18/5
EDUARDO ESTRADA

En las últimas elecciones de la Comunidad de Madrid se ha producido un trasvase de votos entre los partidos que invita a reflexionar una vez más sobre el tipo de compromisos que liga a la ciudadanía con ellos. En principio, una persona puede afiliarse a un partido, pasando a formar parte de su entramado, o simplemente votarle en los comicios. Aunque la primera opción es más exigente que la segunda, ninguna de las dos es irreversible, afortunadamente, porque en una sociedad democrática no tienen sentido las adhesiones inquebrantables, propias de los Estados autoritarios. El mundo liberal-social, del que España forma parte, aprecia sobre todo los vínculos que se pueden contraer libremente y también libremente se pueden disolver, y es legítimo cambiar de partido, como lo es votar a uno u otro atendiendo a distintas consideraciones. Lo propio de una ciudadanía madura es optar por un partido cuando le atraen sus valores y su programa, y cambiar cuando las actuaciones no responden a las promesas y cabría pensar que otros pueden hacerlo mejor.

En este sentido conviene distinguir entre dos tipos de compromiso con un partido o con una comunidad política: el primario y el derivado. El compromiso primario se contrae directamente con el partido o con la comunidad por la simple razón de que son los míos, los de toda la vida, hagan lo que hagan. En el caso de la comunidad, es el compromiso del patriota visceral; en el caso del partido, se traduce en una fidelidad ciega, que viene de antiguo. Esta forma de compromiso tiene la ventaja de ahorrar energías a la hora de tener que elegir, porque reduce la complejidad del mundo político y simplifica las opciones al dejarlas en una sola. El infierno siempre son los otros. Pero tiene el nefasto inconveniente de cultivar una actitud acrítica con las malas actuaciones, de arrojar por la borda algo tan indispensable para progresar como es la autocrítica.

El compromiso derivado, por su parte, es el que contrae un ciudadano con una comunidad política o con un partido porque le parecen instrumentos eficaces para plasmar en la vida corriente los valores y principios que realmente aprecia, o lo que cree que beneficia a sus intereses. Pero en ningún caso considera que su identidad política o partidaria forme parte de su identidad moral.

Obviamente, para que la democracia funcione importa cultivar el aprecio por los valores que le dan sentido, como son libertad, igualdad, solidaridad, veracidad, justicia, respeto activo y diálogo, la defensa de derechos humanos y, desde 2015, los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pero también es necesario cultivar el compromiso derivado con partidos que puedan llevar esos valores a la vida diaria con más eficacia, junto con la sociedad civil. Y precisamente en este punto entra en juego la competición entre los partidos por el voto del pueblo para intentar convencer a los electores de que su propuesta es la más adecuada, una competición que debería someterse a las reglas de un nuevo marketing político, radicalmente distinto del que venimos sufriendo y que ha ido degenerando en una guerra sin cuartel. El nuevo marketing se ajustaría a las normas del marketing comercial.

En su célebre libro de 1942 Capitalismo, socialismo y democracia, Josef A. Schumpeter proponía entre otras cosas lo que él llamó “otra teoría de la democracia” para diferenciarla de la teoría clásica. La “otra teoría” sería menos atractiva, pero más realista, porque permitiría describir lo que realmente ocurre en las sociedades democráticas. En ellas no gobierna directamente el pueblo, sino los grupos que han ganado una competición por los votos de la ciudadanía. Esto tiene sus ventajas porque los ciudadanos pueden castigarles si no cumplen sus promesas, retirándoles el apoyo en las siguientes elecciones, pero además permite interpretar la vida política como un cierto trasunto de la económica. Al fin y a la postre, los grupos que compiten por el poder se comportan como los empresarios que intentan vender sus productos y, por la cuenta que les tiene, ya se cuidan de descubrir los deseos de los potenciales consumidores y de satisfacerlos. Las élites políticas también se esforzarán por descubrir los intereses de los grupos sociales, y aun por crearlos, de forma que puedan salir a la luz. Como sabemos, toda una economía de la vida política se ha ido construyendo desde esta perspectiva.

Sin embargo, yendo más allá de Schumpeter, es preciso poner sobre el tapete una condición, presente en el mundo económico y totalmente ausente en las campañas electorales: en las empresas está prohibido intentar vender el propio producto desacreditando las ofertas de los competidores. El marketing comercial y el social deben informar a los potenciales consumidores sobre la propia oferta, sobre los beneficios que puede aportar el propio producto, para lo cual es necesario intentar conocer los deseos e intereses de las gentes y en ocasiones anticiparse a ellos, segmentando la población. Pero las reglas del juego prohíben terminantemente atraer a la clientela denostando los productos de los competidores, haciendo publicidad de sus defectos, reales o inventados, para quedar como la mejor opción sin necesidad de sacar las propias cartas.

Y, lo que aún es más interesante si cabe, también las reglas de juego exigen que la información comercial sea veraz. Se presentará de forma más o menos atractiva, según el saber hacer del departamento de marketing, pero nunca debe engañar. El engaño, si sale a la luz, puede traer malas consecuencias legales, pero sobre todo la pérdida de reputación, que es letal para la empresa. A no ser que se creen monopolios, contrarios también a las leyes del mercado.

Deberían aplicarse esas normas a las competiciones electorales. Las campañas ocuparían entonces un tiempo sensato, no 365 días al año, que es lo que sufrimos ahora, sabríamos qué ofrece cada partido para resolver los problemas cotidianos y podríamos pedir cuentas. Se desvanecerían esos conflictos puramente ideológicos que no son sino cortinas de humo, y perderían protagonismo los personajes histriónicos, tan atractivos para los medios de comunicación en estos tiempos en que se recrudece algo tan ancestral como la “economía de la atención” para obtener rentabilidad. Donald Trump fue un maestro en este arte, pero, por desgracia, también por estos pagos abundan clones similares.

Y no se diga que mentir en las campañas es libertad de expresión. Es engañar, y el engaño, prohibido en el mundo comercial, debe prohibirse en el político, con más radicalidad si cabe.

La democracia representativa no tiene por qué ser una fuente de noticias grotescas, sino el mejor modo de organización política para resolver los verdaderos problemas de la ciudadanía. En estos momentos, la gestión de la pandemia, el desempleo, la reactivación de la economía, la erradicación de la pobreza y la reducción de desigualdades, la liberalización de las patentes de las vacunas, la organización de la atención a los inmigrantes, el cambio climático, la solución al problema del sinhogarismo, el buen uso de los fondos europeos, el fortalecimiento de Europa y de Iberoamérica como voces autorizadas en el contexto geopolítico para construir al menos un mundo multilateral y, a poder ser, una sociedad cosmopolita. Situarse en la confluencia de un socialismo liberal y de un liberalismo social es un buen modo de responder a estos problemas.

Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y autora del libro Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia (Paidós).

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