Armas de doble filo
Se está provocando no ya la censura de quien opina diferente sino su silenciamiento, debilitando así la independencia de juicio como una virtud democrática
La libertad de expresión no es equiparable a la ausencia de censura. No está de más recordarlo cuando estamos en los tiempos de la trampa de la libertad. Esta se ha reducido a poder expresar cualquier cosa, y al parecer eso es tener voz, como espetó Donald Trump antes del asalto al Capitolio: “Es hora de que el mundo, de que el Capitolio, escuche nuestra voz”. Hoy sabemos que su triunfo significó también el de una idea de espacio público y de conversación basada en la cloaca digital. Las espirales de silencio provocadas por tantos enjambres dispuestos al linchamiento, el efecto rebaño, la intimidación o el señalamiento del disidente, el dogmatismo grupal, nos alejan aún más de lo que Rorty llamaba “el poder de conversar y tolerar, de considerar las posturas de otra gente”. Sin el sentimiento de antipatía, decía Isaiah Berlin, no pueden existir convicciones profundas: toleramos la discrepancia porque nos provoca una sensación de desagrado. Por eso toleramos. Pero una moral colectivista se ha apoderado de esa forma de entender la conversación, provocando no ya la censura de quien opina diferente sino su silenciamiento, debilitando así la independencia de juicio como una virtud democrática.
Los ejemplos más recientes los han vivido el escritor Cercas, objeto de una campaña de señalamiento público desde el independentismo, y la política Ada Colau, quien anunció que deja Twitter porque es incompatible con su manera de entender la política. No es la primera: líderes como Robert Habeck, de los verdes alemanes, tomaron el mismo camino por similares razones. Cuando hay una guerra (y el espacio público, hoy, al menos lo parece), lo primero que se dinamita son los puentes. Se penaliza la voluntad constructiva de superar bloques, algo que conviene a quien vive del conflicto. Sin embargo, la cesión de espacios públicos a quienes los reducen a un peligroso instrumento al servicio del conflicto, anulando cualquier canal de mediación constructiva, no deja de ser inquietante.
Pero conviene no llamarse a engaño. Las redes fomentan los discursos del odio y silencian voces valiosas, pero pueden viralizar imágenes que nos colocan en la piel de George Floyd, visibilizando con las cámaras de nuestros móviles otras formas de poder, de interdicción sobre la libertad. El problema no son las redes sino el uso que hacemos de ellas. Son armas de doble filo. El verdadero problema de nuestro tiempo no es el debilitamiento del valor de la verdad, sino el de la discusión racional.
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