A cara limpia
Estos días de aniversario y marchas he estado pensando. No en quienes reniegan de la mascarilla, sino en las musulmanas de velo involuntario y burka que, de poder hacerlo, muchas se quitarían
Es curioso que Suiza, un país del que no teníamos queja, haya prohibido el uso público de algunas variantes del velo islámico. Más allá de consideraciones piadosas, aplaudo que esta civilizada federación de cantones a la que en una famosa película, El tercer hombre, se le achacaba la irrelevancia de haber solo inventado en 500 años de democracia y paz el reloj de cuco, tome una decisión política de este calibre mientras el universo entero se ve obligado —cada vez que salimos de casa— a taparse la cara. Que la cara es el espejo del alma lo dijo Cicerón, y lo refrendó el refrán; ambos tenían razón. ¿Se imaginan ustedes entablar relaciones con almas que llevasen el 70% oculto? Solo pensarlo asusta. Siempre me han parecido más amenos los rostros al desnudo: las mujeres sin velos y los hombres sin barba poblada. Por eso mismo me gusta que ellas y ellos no tengan pelos en la lengua, pero que si llega el momento se suelten la melena. Y de repente un día, hace un año, se acabó este ir por las calles a cara descubierta. Aprensivo al principio, he sido luego, como la mayoría, un cumplidor sufrido de la prudente medida, arrostrando el picor, el vaho en los lentes, el lagrimeo, el moqueo, e incluso un cierto brote de acné senil en una tez que se había mantenido bastante limpia. Aunque también reconozco que una cara tapada puede esconder un mundo que, al desvelarse, fascine. ¡Hay siempre tantos misterios guardados al otro lado del espejo! La cosa es que esta decisión suiza tomada tras un referéndum con corto margen de síes puede dar ideas a los tantísimos noes que andan dispersos por la cristiandad. Estos días de aniversario y marchas he estado pensando. No en quienes reniegan de la mascarilla por razones quiméricas, sino en las musulmanas de velo involuntario y burka que, de poder hacerlo, muchas se quitarían.
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