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TRIBUNA
Columna
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Netflix, o la educación sentimental

El relato de masas del presente, las series televisivas, se sirve del viejo invento del héroe para transfundirnos las emociones y conductas que debemos observar

Pilar Fraile
Marcin Dorocinski y Anya Talyor-Joy, en un instante del séptimo capítulo de  'Gambito de dama'.
Marcin Dorocinski y Anya Talyor-Joy, en un instante del séptimo capítulo de 'Gambito de dama'.PHIL BRAY/NETFLIX (NETFLIX)

Tal vez el invento más influyente de nuestra civilización sea el del héroe. Al menos desde la Ilíada los relatos de masas se han servido de esta maravilla técnica y de ese mecanismo tan arraigado en la psique humana que es la mímesis, para educar emocional y moralmente a la población, que no es poca cosa.

Las peripecias del relato mítico no tenían otro propósito que el de persuadir al oyente de que había que obedecer a los dioses y dejar que nos impusieran el estado de ánimo que fuera conveniente, por más que nos escociese. Para muestra, un botón: cuando a Aquiles le entra la famosa cólera, porque su correligionario Agamenón le ha robado a Briseida, su esclava sexual, y nuestro héroe se dispone a romperle la crisma al ladrón, que es lo que le pide el cuerpo, se refrena por la intervención de Atenea. No consigue, no obstante, Aquiles, contener del todo su mosqueo monumental y se niega a ir a la batalla. Pero, tras unos cuantos vaivenes, acabará obedeciendo el mandato de la diosa, y de la ninfa Tetis, su madre, se reconciliará con Agamenón y aceptará lo que los griegos entendían como destino del héroe, es decir: el sacrificio en aras de la tribu y la dedicación a la batalla. Cumplirá así con el consejo que se daba a sí mismo, y a los que escuchaban el relato, en el inicio de la disputa: “Es en verdad preciso/ guardar vuestro mandato/ ¡oh diosa!, el de entrambas,/ aunque mucho en el alma/ se esté encolerizado;/ pues es así mejor. El que a los dioses/ hace caso, mucho le escuchan ellos”.

La invención del héroe resultó tan efectiva para controlar las emociones y los actos de las masas, que ha sido continuamente reciclada y perfeccionada. El cristianismo, sin ir más lejos, hizo buen uso de ella: simplificó el olimpo a un solo dios e inventó las nociones de bien y mal, construyendo así una sentimentalidad y una moralidad sustentadas sobre un nuevo relato del heroísmo que magistralmente diseñó Agustín de Hipona. El héroe agustiniano renuncia, esta vez, a todo posible llamado terrenal para sacrificarse, ya no por sus semejantes, sino por la venida futura del reino de los cielos. Relato que, como sabemos, apuntaló la estructura sociopolítica de la Edad Media.

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Esta práctica de la “transfusión de valores vía narrativa” tuvo, desde los tiempos de Sócrates, una contrapartida: la tradición racionalista de la filosofía. No es de extrañar que Platón expulsara a los bardos de su sociedad ideal. Así lo expresaba en La República: “Nada es más capaz de corromper el espíritu de los que lo escuchan que este género de poesía, cuando aquellos no están provistos del antídoto conveniente, que consiste en saber apreciar este género tal cual es”. La ambición del filósofo era que los poetas dejaran de contarle cuentos a la gente, para que pudiese aflorar nuestro verdadero ser, la razón, y nos sirviéramos de ella para construir una sociedad justa.

La pretensión de los filósofos de construir una moral reflexiva, que pervive hasta nuestros días —y tuvo, tal vez su punto culminante en Kant, el más radical de los pensadores radicales, que llegó a creer que era posible fundamentar una ética puramente racional—, ha sufrido un fracaso estrepitoso.

Hace poco me decía una alumna de Valores Éticos, al hilo del análisis de un dilema moral: “Ya profe, en clase qué bien lo hacemos todos, pero en el momento de la verdad no piensas, actúas según te sientes”.

Y es que el relato como base de la educación sentimental y moral está más arraigado de lo quizá llegamos a percibir. Así lo afirmó el psicólogo cognitivista Jerome Bruner, tras una vida dedicada a la comprensión del aprendizaje: “La mímesis entre el arte y la vida es muy profunda, la vida imita la narrativa (…). La vida es el mismo tipo de construcción imaginativa que la propia narrativa”.

El relato de masas del presente, las series televisivas, se sirve del viejo invento del héroe para transfundirnos las emociones y conductas que debemos observar. Aunque bien disimulada, en distintos y muy logrados envoltorios, prácticamente todas repiten la misma estructura narrativa. El héroe o heroína, lo mismo me da que sea la protagonista de Gambito de dama que la de Star Trek: Discovery, que los aguerridos muchachos de The Stand, lo sacrificarán todo, no se detendrán ante el dolor, físico ni psíquico, ni ante ningún sentimiento que pueda poner en riesgo su capacidad de competir, o como dicen los americanos de “get the job done”, porque de esa manera, al parecer, salvarán el mundo, que es de lo que se trata.

Ya no hace falta que el bardo pase por la ciudad, estos nuevos héroes y heroínas se han colado en nuestra casa, para recordarnos a diario que tenemos que ser positivos y superar nuestra posible ira, desaliento o lo que sea que podamos, tontamente, sentir, porque nuestro deber es seguir compitiendo, o sea, produciendo, y hacer que siga girando la rueda.

No le des más vueltas, hace ya bastante tiempo que Netflix siente y toma las decisiones por ti y parece que seguimos sin antídoto.

Pilar Fraile es escritora. Su última novela es Días de euforia (Alianza Editorial), con la que ha ganado el Premio de la Crítica de Castilla y León.

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