El obispo que resucitó
Parte del territorio español ve cómo de día en día desaparece no sólo su población, sino también su historia y su patrimonio, abandonados a su destino por autoridades civiles y religiosas
En la catedral de Ciudad Rodrigo, cerca de la frontera de España con Portugal, se conservan dos sepulcros en los que yacen sendos obispos cuyas historias son a cual más sorprendentes: uno se eligió a sí mismo y el otro resucitó para poder arrepentirse de sus pecados antes de presentarse ante Dios. Pedro Díaz, que tal era el nombre de este segundo obispo, que vivió en el siglo XIV, al parecer había llevado una vida poco ejemplar y la muerte le sorprendió sin tiempo de poner su alma en paz, por lo que ni corto ni perezoso en plena misa de funeral se levantó de su ataúd y pidió que pararan la ceremonia ante el espanto y el sobresalto de los presentes, como refleja un cuadro en la cabecera de su sepulcro. Porque el obispo se volvió a morir después de confesarse y arrepentirse de sus pecados para poder ir al cielo, como todo hijo de vecino.
La leyenda del obispo Pedro Díaz me ha venido a la memoria tras recibir varios correos de amigos mirobrigenses o simplemente interesados en la historia diocesana, que incluye el arte y la arquitectura catedralicios, que me manifestaban su preocupación por las noticias que llegan a la ciudad sobre la presunta intención del Vaticano de suprimir una diócesis tan antigua como de fecunda historia con la disculpa de la despoblación de su territorio. Algo que aceleraría esta todavía más, pues en ciudades así la curia episcopal garantiza una actividad cultural y económica que trasciende a su propia actividad religiosa. Dos años lleva ya Ciudad Rodrigo sin obispo, lo que hace que las alarmas sobre las verdaderas intenciones del Vaticano aumenten.
Lo que se cuenta les parecerá menor a muchos lectores, incluso alguno lo considerará de interés exclusivo de los católicos y de quienes se interesen por la religión, pero eso es no comprender el problema que se manifiesta detrás de ello, que no es más que el gran problema de España y en concreto de parte de su territorio, que ve cómo de día en día desaparece no solo su población, sino también su historia y su patrimonio, abandonados a su destino por unas autoridades (civiles y religiosas) a las que se les llena la boca con sus proclamas de que no dejarán atrás a nadie —en el caso de las primeras— o de estar al servicio de los más débiles, en el de las segundas. No es de extrañar la desesperación y el hartazgo de quienes sufren las consecuencias de esa actitud, que solo confían ya en un milagro como el del obispo que resucitó. Lo transmitía hace poco Cristina Fanjul, periodista de un medio de ese oeste español abandonado en un artículo de título demoledor: Dejad de votar: “El problema de España no es Cataluña o el País Vasco. Empiezo de nuevo: el problema de España no es solo Cataluña o el País Vasco. La gran pesadilla es cómo abordar un futuro no demasiado lejano en el que la mitad del territorio sea una incógnita cuando no una tundra cuya supresión en el inconsciente colectivo arrase su presencia en los mapas. Seremos un vacío a la sombra de los satélites y llegará un día en el que se inventarán un nuevo meridiano para borrar un territorio colonizado por el olvido. Eso es el oeste del país, una península cada vez más desmembrada de la tierra firme de los que saben que existen”. Firmo detrás de cada palabra.
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