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Columna
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La polarización hace pocos amigos

Aristóteles imaginaba la polis ideal compuesta por ciudadanos que se relacionaban entre sí como amigos. Ahora nos conformaríamos con que los ciudadanos no se odien entre sí por razones políticas

Fernando Vallespín
Un ciudadano con una bandera estelada colgada del cuello cruza la plaza Sant Jaume junto a otras personas que portan banderas españolas, en Barcelona.
Un ciudadano con una bandera estelada colgada del cuello cruza la plaza Sant Jaume junto a otras personas que portan banderas españolas, en Barcelona.ALBERT GARCÍA

El otro día una amiga de toda la vida me preguntó que por qué era de izquierdas. La verdad es que ya no sé bien qué soy, pero me sorprendió la pregunta porque nunca en varias décadas de buena amistad algo así le había preocupado lo más mínimo. Ahora, en estos momentos tan polarizados, es como si ella sintiera una cierta incongruencia cognitiva: amigo y no simpatizante de su bando. Como si de repente se hubiera abierto una asimetría que empañara la relación. No llegará a más, desde luego, pero lo cierto es que últimamente no paramos de discutir de política.

Poco después llegó a mis manos una encuesta de Metroscopia en la que se indagaba sobre la conexión entre amistad y adscripción a uno de los dos grandes bandos en Cataluña. El resultado es que existe una correlación directa: solo el 15% de los que se dicen independentistas cuenta entre uno de sus tres amigos más próximos a no independentistas; y entre estos últimos, esta misma situación solo se da en el 19%. En ello seguro que no solo influye la ideología, sino la clase y el vecindario, que sirve también para segmentar a la población de ambas categorías, pero no deja de ser relevante como uno de los efectos producidos por la polarización.

En Estados Unidos este fenómeno ya lo venían detectando desde hace años.

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La creciente animosidad que se siente hacia el otro grupo es tal, que, por ejemplo, a la mitad de los republicanos les molestaría —upset— que su hija o hijo se casara con alguien del partido contrario; y entre los demócratas las cifras son muy poco más bajas (La primera vez que se hizo esa pregunta, en 1960, no pasaban del 5% en ambos partidos). Y el desprecio mutuo permea todo tipo de actitudes interfiriendo en las relaciones personales de forma directa. Ya sabemos que allí la adscripción política se ha convertido en una especie de mega-identidad (L. Mason) que escinde la sociedad en dos grandes tribus. Pero, fuera de Cataluña, ¿cómo está la cosa en España? ¿Podemos caer en la misma dinámica?

Todavía no tenemos datos, aunque sí algunas intuiciones. La única ventaja de nuestro bibloquismo es que está fragmentado a su vez en varios partidos con diferencias importantes, así que aquí lo que suelda a los bloques es más la animadversión al contrario que el amor al propio grupo. Y este “partidismo negativo” está comenzando a calar en la sociedad. En parte porque los líderes no paran de moralizar la política, se erigen en sacerdotes que señalan dónde se encuentra el lado correcto y dónde acecha el mal. Más que debates de ideas o sobre políticas la disputa gira en torno a quién merece mayor reprobación social. ¿Y quién desea hacerse amigo de un “reprobado”? El resultado es una sociedad cerrada en nichos partidistas, no la sociedad abierta de la conversación pública plural que disfruta de su propia diversidad de ideas.

Aristóteles imaginaba la polis ideal compuesta por ciudadanos que se relacionaban entre sí como amigos. Ahora nos conformaríamos con que los ciudadanos no se odien entre sí por razones políticas. ¡Malos tiempos!

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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