Medicamentosa
Consumiremos fármacos que nos costarán un riñón porque queremos vivir, y nuestra ansía de vida enriquecerá a quienes nuestra vida les importa más bien poco
Sobre la cresta de la tercera ola, surfeándola o hundiéndonos, en esta grasa del eterno retorno, tenemos cosas que antes no teníamos y, a la vez, reconocemos los intereses de siempre. La codicia de las farmacéuticas sigue siendo monstruosa y todavía firmamos peticiones como la de Right2Cure impulsada por colectivos y plataformas del ámbito sanitario en Europa: “La salud debe ser un derecho para todos y para todas, las patentes otorgan el control de productos farmacéuticos esenciales a las grandes farmacéuticas, limitando su disponibilidad e incrementando su coste. Además, recordemos que las investigaciones han sido financiadas por los sistemas públicos, con el dinero de todos y todas. Una amenaza colectiva requiere solidaridad, no lucro privado”. Se pide la universalidad de la vacuna y los tratamientos contra la covid-19. Si esto sucede en la UE, ¿qué no pasará en los países pobres? Tenemos cosas que no teníamos, pero esas cosas no son bienes comunes. Son patentes privadas. Ciertas compañías cambian el modo de dosificación de un medicamento —pomada pasa a gel, comprimido a cápsula— para no liberar la patente de una fórmula que, convertida en genérico, beneficiaría a personas desfavorecidas que no pueden pagar por un tratamiento cantidades obscenas. Números que matan. Mariano Barroso, en El sueño de Bianca (2007), refleja una sangrante realidad: en Centroáfrica no hay medicinas para tratar la enfermedad del sueño, porque su producción no es rentable; sin embargo, la eflornitina, que combate esa patología devastadora, se usa para eliminar el vello facial en un cosmético. Esta lógica inmunda se agrava en tiempos de pandemia, con el binomio salud-economía echando humo, tiempos que podrían haber sido oportunidad, no tanto para el aprendizaje, como para poner en práctica lo que ya sabemos. Se acentúa una sensación de matrioska claustrofóbica: la ciudadanía tiene las manos atadas por Gobiernos que tienen las manos atadas por directrices europeas que tienen las manos atadas por industrias farmacéuticas que encarnan el capitalismo y la hegemonía del lucro sobre el bien común y los derechos humanos. Son jefatura sistémica y se publicitan con el falso eslogan de que su beneficio es el nuestro. Sus contratos son opacos.
Creo que el pesimismo excesivo es reaccionario y debemos organizarlo, como recordaba Walter Benjamin —él no dio con la posología—, pero cada vez que, inaugurando ritos de convivencia amorosa, llamo a mi madre a las 9.26 en punto y hablamos de pruebas anales, combinaciones de antihistamínicos y antibióticos, remdesivir, colchicina y colutorios preventivos, se me cae el alma a los pies. Moriremos de sobredosis o alergia medicamentosa. De envenenamiento por hidrogel o líquido desinfectante purificador. Consumiremos fármacos que nos costarán un riñón porque queremos vivir, y nuestra ansía de vida enriquecerá a quienes nuestra vida les importa más bien poco. Confío en la ciencia más que nunca —hasta les pongo velas a los dioses de la medicina: Artemisa, Deméter, Hermes…—, pero no confío en empresas que miran hacia el lugar en el que podría esconderse el beneficio como perdiz en matorral, transforman en pastilla y mercancía la ciencia que en gran parte han pagado los Estados y deciden, por cuestiones crematísticas, quién puede tomar su dosis. Hay quienes están programados por defecto para sacar siempre el palito más corto.
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