Biden y un andrajo descolorido por el tiempo
Al nuevo presidente de EE UU le toca acabar con la vieja herencia de señalar al otro como culpable
Una manera de acercarse a las turbulencias profundas que se agitan en el fondo de la historia de un país es acudir a sus clásicos. Y está bien acordarse de ellos ahora que Biden acaba de tomar las riendas de Estados Unidos. El miércoles pronunció su discurso ante una explanada repleta de banderas, y cada una de ellas representaba lo que esa gran potencia lleva dentro, sus grandes gestas y sus grandes pecados, sus buenas intenciones y sus peores vicios, su lucha por conquistar la libertad y las alargadas sombras de las veces que quiso imponerla a golpe de cañonazos y bombardeos, y sangre y dolor. En esas banderas brillaba su afán por dar a todos una oportunidad, pero también asomaba su intratable arrogancia.
No hubiera estado de más encontrar, entre todas esas impecables enseñas, y también colgado de un mástil, “un fino paño de color rojo, descolorido y muy usado”. Ese trapo fue el que le sirvió a Nathaniel Hawthorne para ponerse a escribir La letra roja, una de esas grandes novelas que recrean lo que fue aquel país cuando empezaba a construirse y que se publicó en 1850. Lo explica el narrador en el prólogo del libro. Trabajaba en una aduana y un día, husmeando entre la morralla que se acumula en los despachos, encontró un pequeño paquete de cierto interés, “cuidadosamente envuelto en un trozo de antiguo y amarillo pergamino”. Contenía poco más que un puñado de papeles privados y aquel andrajo de paño rojo. Lo examinó con cuidado y descubrió que formaba la letra A.
La letra roja cuenta la historia de Ester Prynne, una mujer que vivió en Massachusetts hacia finales del siglo XVII y que formaba parte de una de aquellas primeras comunidades de colonos ingleses que llegaron a América para instalarse a vivir allí. La primera vez que aparece en el libro se dirige hacia un patíbulo con una criatura de tres meses en sus brazos. Ha tenido un hijo fuera del matrimonio, las autoridades quieren obligarla a revelar el nombre del padre y, al negarse, la castigan a llevar sobre su pecho para siempre la marca de su pecado, la letra A. El nuevo presidente se refirió algunas veces en su discurso a la historia de Estados Unidos y, a poco que se afinara la imaginación, no era difícil ver que aquel andrajo seguía estando ahí.
Porque lo que esa letra A contiene (o muestra o confirma) es la existencia de una comunidad compacta y tan profundamente segura de sus principios e ideales que se siente legitimada para estigmatizar con una marca llena de oprobio al disidente, al distinto, al pecador. Que nadie tuerza la nariz, es evidente que el celo de los puritanos ya no se manifiesta en estos tiempos con la virulencia de aquellas remotas épocas en las que el hombre blanco se iba haciendo sitio (¡y de qué manera!) en el nuevo mundo. Hawthorne rasca en las capas más recónditas de aquellos pioneros y va descubriendo las dobleces de unas gentes que se comportan como si no tuvieran mácula alguna y estuvieran, por tanto, legitimadas para demoler al que se aparta de sus designios.
Esa actitud tan prepotente con el diferente está ahí, y explica la hondura de la actual polarización. Si al saberme protegido por el compacto grupo de los míos sigo señalando al otro como culpable, no será fácil ni el diálogo ni el perdón. La tarea de Biden es procurar arrancar, y quemar de una vez, aquel andrajo rojo.
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