Dos blancos
En los cientos o miles de asaltantes del Capitolio las consignas y los atuendos variaban, pero había algo que identificaba a todos: el color de su piel
Me fijé en las fotos de los reportajes periodísticos, en las imágenes de todos los informativos, algunas en directo, y nada: se veía sólo una porción del género humano. ¿Por la nieve? La nieve aquí caía, es verdad, con su luminaria post-navideña llena de símbolos, ramas de árbol rotas, estalactitas colgantes como espadas de Damocles de un firmamento que te puede caer encima, la alfombra helada donde puedes caerte tú y romperte la crisma. Para el resbalón no hay vacuna; sólo yeso, o titanio.
Yo me refiero a otro blanco, a otro mundo, a otro peligro que no depende del tiempo atmosférico. En los cientos o miles de asaltantes del Capitolio las consignas y los atuendos variaban, pero había algo que identificaba a todos: el color de su piel. Como si una nevada racial hubiese irrumpido en los hogares de los descontentos pro-trumpianos (los hay por decenas de millones), unidos no solo en la patochada violenta sino en la unanimidad del cutis.
Ha habido en la historia guerras de religión, de conquista territorial, de herencias y pendencias tribales o sociales. Y guerras civiles, de las cuales conocemos, los legos en la materia, dos casos próximos, la nuestra del siglo XX y la guerra civil del XIX que la novela y el cine norteamericano nos han acercado con detalle. El rubio Trump está al frente de un ejército confederado de gente blanca que no soporta la libertad o el progreso del negro. ¿Dos américas, al modo machadiano de las dos españas? El auge, aún tan tímido, de la gente negra tiene sus precedentes históricos: las mujeres, los homosexuales, los desposeídos de sus tierras natales o sus casas, los explotados, han sido como negros durante siglos, y en todo lugar donde una mayoría se sienta amenazada por los igualitarismos del diferente habrá conflicto o guerra. Ahora, mientras escribo, se disipa la nieve y su hermoso blanco. Pero el color mata.
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