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Columna
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MMXX

Vamos escasos de criterio y solidaridad. Si recicláramos la mala leche en buena cabeza, la tarea sería más llevadera

David Trueba
La activista sueca, Greta Thunberg.
La activista sueca, Greta Thunberg.EFE

Hay una ficción que predica el fin del mundo. Pasa por altibajos, pues a toda moda apocalíptica le sigue otra de distinto cariz. Pero llevamos ya años con cientos de libros y películas que pronostican una huida del planeta tras devastarlo con destino hacia otros horizontes dudosamente fértiles. Para los que nacimos a horas de distancia de que unos astronautas pisaran por primera vez la Luna nada de esto nos impresiona. Preferimos las películas de amor o atracos, porque estamos saturados de que nos presenten un futuro en el que nos desplazaremos por transportadores de materia mientras, esa misma mañana, al prender la tostadora se han saltado los plomos del edificio. El futuro tecnológico se percibe sobre todo en que hay un tipo de chatarrero minorista que se lleva en su carrito de supermercado los pedazos de viejos ordenadores que saca de los contenedores de basura. Al parecer, la escasez de superconductores va a ralentizar la producción industrial, pero muchos de nosotros seguimos pensando que un superconductor es ese que nos adelanta en prohibido y no usa jamás los intermitentes. No tenemos remedio.

A principios de este año, una adolescente llamada Greta nos abroncaba por tomar aviones en histeria turística. Le concedimos emprender la necesaria cruzada contra el plástico, porque no nos veíamos con ganas de atravesar el Atlántico en velero. Pero demasiados dedicaron su ingenio a producir chistes contra la niña, lo cual ya daba señales de que el mensaje no calaba. Luego llegó la alarma sanitaria, el miedo, la irresponsabilidad y el toque de queda en positivo. Sí, porque hay el toque de queda ese horroroso de las dictaduras militares y luego está el de ahora, que tan solo, dicen, pretende refrenar nuestra tendencia a beber de noche en fiestas clandestinas. Una vez más se ha demostrado que los Gobiernos se ven obligados a tratarnos como menores de edad, por la sencilla razón de que nos comportamos como tales. Pero eso se arreglaría fijando la mayoría de edad en los 65 años. Si prolongáramos la Educación General Básica durante 50 cursos más, a lo mejor memorizábamos la tabla periódica y entendíamos lo que es un sintagma predicativo.

Ahora estamos envueltos en plásticos y segregados por pantallas de metacrilato. De la niña Greta no sabemos nada, pero imaginamos que lleva un disgusto de aúpa. Sin embargo, sencillamente por el hecho de estar obligados a quedarnos en casa, tuvimos la primavera más frondosa y hermosa que se recuerda en años. Definitivamente, en 2020, lo único que estuvo en su sitio fue la primavera. Todo lo demás ha sido muerte y aislamiento, que se ha cebado especialmente con la gente mayor y los más desprotegidos. Aunque la mayor protesta ha venido de sectores privilegiados, instalados en una pijez revolucionaria algo grotesca. Si recordaran la visita de Che Guevara a España, cuando pidió que le abrieran en domingo El Corte Inglés y Loewe, se habrían agotado las existencias de sus pósteres. El año termina con vacunación generalizada y ancianos de nuevo en primera línea sin dudar en su compromiso colectivo. El pinchazo obliga a arremangarse, pero, más aún, la enorme tarea de reconstrucción que tenemos por delante. Contamos con fuerza, imaginación y talento. Vamos escasos de criterio y solidaridad. Si recicláramos la mala leche en buena cabeza, la tarea sería más llevadera.

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