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Tribuna
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La discusión de la ley del aborto en Argentina es una prueba de lo que tienen que aguantar las mujeres

Si alguna creía que, por tradición o por estilo, en el Senado las exposiciones iban a ser más civilizadas o de mejor nivel, se equivocaba

Claudia Piñeiro
Concentración ante el Congreso argentino a la espera sobre su decisión sobre el aborto.
Concentración ante el Congreso argentino a la espera sobre su decisión sobre el aborto.Juan Ignacio Roncoroni (EFE)

Insulto sobre insulto, violencia sobre violencia. Da la sensación de que algunos creen que las mujeres podemos soportarlo todo, que nuestra paciencia es inagotable. Están errados. En el siglo XXI resulta escandaloso que nos obliguen a seguir mendigando por nuestros derechos. Los procesos tienen límites, las demandas desatendidas crecen como contenidas dentro de un globo, pero los globos que se inflan de más un día explotan. Por eso es importante aclarar que no, que nuestra tolerancia se acaba. Y que sí, estamos hartas. Un hartazgo que tiende al infinito, como escribió Simone de Beauvoir en La mujer rota: “Estoy harta, harta, harta, harta, harta, harta, harta, harta, harta (…)”.

En Argentina, la lucha de la campaña por el aborto legal y del movimiento de mujeres, sumada al gesto político del presidente Alberto Fernández que envió su propio proyecto al Congreso, consiguió la media sanción en la Cámara de diputados de la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Ahora es el turno del Senado. Y si alguna creía que, por tradición o por estilo, en la Cámara alta las exposiciones en plenario de comisiones iban a ser más civilizadas o de mejor nivel, se equivocaba. Salvo honrosas excepciones, fue todo lo contrario. Más aún, lo que tuvimos que soportar de parte de varios expositores —elegidos por los propios senadores y senadoras— fue violencia explícita. ¿Por qué los escuchamos? Porque nuestro destino, el de nuestras amigas, el de nuestras hijas y el de nuestras nietas está en sus manos. Mal que nos pese, debíamos escuchar. Por ejemplo, a un pastor evangélico que dijo que venía a hablar en su carácter de especialista en neurociencias, pero leyó la Biblia y citó un salmo del rey David. Aseguró que en cuanto el óvulo se encuentra con el espermatozoide, “envía señales al cerebro de la mamá, que llevará de por vida el registro de que existió esa vida en su vientre”. Y nos advirtió que, si las mujeres desconocemos ese mensaje, aun en el caso de que el embarazo sea por violación, veremos nuestra psiquis dañada. También agregó que el cerebro está “cableado” para creer en Dios y por tanto Dios existe. Esto último no tenía que ver con el aborto, pero ya que estaba lo dijo. Más tarde, trajeron a exponer a una psicóloga que se preguntó: “¿Qué el aborto no genera suicido? (risa) Cualquiera que estuvo en esa situación sabe que la idea de muerte pasó por su mente y sigue allí, porque el cerebro no puede olvidar (…). Esa impronta va a ser activada en algún momento”. Luego se quejó de que el proyecto de ley no contemplara que a la mujer se le hiciera escuchar el latido del bebé, comparó el deseo de abortar con el de quien quiere sentarse en el colectivo y para lograrlo empuja a otro pasajero, y llamó a la unión “madre-cría”. En el mismo sentido, o sinsentido, un médico aseguró que con esta ley se podría estar “induciendo al suicidio entre las mujeres argentinas”. Por su lado, una genetista mencionó algunos hechos históricos como “los programas de exterminio de personas con discapacidad de la Alemania nazi”, lo que generó el repudio de una senadora de familia judía que exigió un pedido de disculpas por comparar la ley de aborto con lo sucedido en la Shoah. Un exjuez de renombre, creyendo que apelaba al sentido común, hizo una mueca y sentenció: “El feto no es viable fuera del vientre materno porque lo abortan (risas), si no lo abortaran pasaría los seis meses y sería viable (risas); yo no soy viable para vivir sin oxigeno, si me lo quitan tampoco soy viable (más risas)”. Al rato otro abogado, profesor de derecho de la universidad católica que aportó la mayor parte de los expositores en contra de la ley, para explicar cómo funciona la proporcionalidad en el Código Penal, usó una desafortunada comparación al referirse a la de prisión de tres años que recibe la mujer que aborta. Dijo: “La pena es menor frente a otra conducta como la de Jack el destripador, al que le damos prisión perpetua”.

Podríamos calificar estas exposiciones de disparate, pero sería subestimarlas, porque son violencia. Y hubo más. Como cuando la médica Cecilia Ousset, quien practicó el aborto a Lucía, de 11 años, violada por el abuelastro, leyó su mensaje a los legisladores y un senador se quejó de que fue “hiriente” al transmitirle las palabras de la niña. O al día siguiente, en la misma línea, cuando pretendieron que la abogada Ana Correa no pasara un audio de Belén, una mujer que estuvo presa varios años por un aborto espontáneo denunciado como aborto provocado. Correa, que escribió un libro sobre el caso, les respondió: “No tengan miedo de escuchar, es apenas la voz de una de las tantas víctimas”. Gracias a la intervención de varias senadoras el audio pudo ser oído y conmovió hasta las lágrimas.

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Quienes se preocupan por las violaciones a los derechos humanos en Latinoamérica deberían hacerlo por la situación de las mujeres en Argentina y la región. Cada senador y senadora tendrá unos días para definir de qué lado de la historia quiere estar.

Y en cuanto a nosotras, querida Simone, que quede claro: estamos hartas, hartas, hartas, recontra hartas.

Es ahora.

Claudia Piñeiro es escritora.

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