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Columna
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Guerras arcaicas

Sin duda, la reapertura de la guerra de religión obedece a una estrategia deliberada del Gobierno Sánchez. Pero no está claro cuáles son sus objetivos

Enrique Gil Calvo
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y los vicepresidentes primera, Carmen Calvo y segundo, Pablo Iglesias, este jueves durante el pleno del Congreso.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y los vicepresidentes primera, Carmen Calvo y segundo, Pablo Iglesias, este jueves durante el pleno del Congreso.Mariscal (EFE)

Vuelven las guerras de religión. Como si no tuviéramos bastante con la politización de la pandemia, la clase política se las ingenia para abrir nuevas guerras culturales por las que culpar a los rivales de ser la causa de todo mal. Y ahora toca reabrir el conflicto Iglesia-Estado, que vuelve a ser causa de confrontación con un doble casus belli: la enseñanza concertada, que se dice agredida por la ley Celáa; y la eutanasia, anatema para el dogma católico, cuya ley ha sido por fin aprobada por iniciativa ‘socialcomunista’. Todo para escándalo de Vox: el partido del nacional-catolicismo que hace suya la lucha contra la ‘ideología de género’ reprobada por el episcopado.

Sin duda, la reapertura de la guerra de religión obedece a una estrategia deliberada del gobierno Sánchez. Pero no está claro cuáles son sus objetivos, si profundizar en la polarización derecha-izquierda, para echar a Cs y PP en brazos de Vox como pretende Iglesias, lo que se ha logrado con la ley Celáa; o por el contrario surfear con la geometría variable para tratar de atraerse a Cs, como le conviene a Sánchez y se ha conseguido con la ley de eutanasia. Pero poco importa su intención última, pues lo que más cuenta es la voluntad de abrir nuevos ejes de conflicto, por si tuviéramos pocos con los que ya les enfrentan.

En un célebre texto de 1967, Lipset y Rokkan fijaron en cuatro los ‘clivajes’ o ejes de conflicto que articulan las divisiones políticas de una democracia. El primero fue el eje ‘centro-periferia’, el segundo el eje ‘Iglesia-Estado’, el tercero el eje ‘rural-urbano’ y el cuarto el eje ‘obreros-patronos’. Este último es el eje económico que ha predominado sobre los demás desde hace más de un siglo, enfrentando a izquierda y derecha. Pero tras el triunfo de la globalización, y su consiguiente proceso de desclasamiento, hoy el eje material entre la clase obrera y la clase propietaria se ha difuminado, siendo sustituido por otros ejes de conflicto, algunos arcaicos como los dos primeros, territorial y religioso, y otros postmaterialistas, como los conflictos identitarios, multiculturales y de género.

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Es lo que ocurre en España, donde ya no existe apenas conflicto económico entre izquierda y derecha, pues ambos bloques gobiernan con los mismos presupuestos que aplican directrices impuestas por el directorio europeo de Frankfurt y Bruselas, y por eso el antagonismo electoral se juega en otros campos de lucha cultural. Pero a diferencia de los vecinos europeos, cuyas guerras culturales se centran en la segregación de refugiados e inmigrantes, entre nosotros se produce una arcaica regresión hacia guerras antimonárquicas, secesionistas y religiosas. Se debe a la existencia en España de una doble red de enseñanza pública y privada, cuya muy elevada proporción, especialmente alta en Euskadi, Navarra y Cataluña, sólo es superada en la OCDE por el caso belga: otro Estado imposible con fragmentación de partidos en trance de ineluctable división territorial.

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