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Columna
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De instituciones y personas

Ni el Gobierno ni la Casa del Rey han explicado ninguna medida encaminada a reforzar controles democráticos. ¿No sería oportuno hacerlo?

Mariola Urrea Corres
Juan Carlos I en una imagen tomada en Bosnia en 2012.
Juan Carlos I en una imagen tomada en Bosnia en 2012.Srdjan Zivulovic (REUTERS)

Se atribuye a Jean Monnet, inspirador del proceso de integración europea, la frase en la que afirma la importancia de las instituciones, más allá del valor que pueden aportar las personas que las dirigen. Aun compartiendo esta idea, es evidente que algunas personas impactan de manera significativa en las instituciones facilitando con su comportamiento su consolidación o su deterioro. Como es fácil de imaginar, algo así ocurre de forma casi natural en instituciones de corte hereditario hasta el punto de que el vínculo hacia la institución puede estar condicionado por el afecto a la persona que la representa (recuérdese aquello de que en España no había monárquicos, sino juancarlistas) y romperse irreversiblemente si, llegado el caso, el afecto se transforma en reproche generalizado.

Pues bien, el comportamiento de don Juan Carlos como Rey no se ha acomodado a las exigencias que impone la dignidad que exige ser el titular de la Corona, ni siquiera en su variable de Emérito. La protección que le otorga la inmunidad mientras fue Rey le garantiza en lo personal un escudo frente a cualquier reproche judicial, pero no le sirve de salvoconducto para recuperar la confianza de la sociedad a la que sirvió. Tampoco una regularización fiscal a destiempo le devolverá el respeto perdido. Imaginar lo contrario simplemente no es realista. De hecho, con la información de la que se dispone hasta la fecha, es evidente que el Rey Juan Carlos ha conducido su vida a sabiendas de que lo que hacía resultaba incompatible con el modo de proceder de quien es el titular de la Corona en una sociedad democrática.

Todavía queda por despejar el momento en el que esta forma de proceder que estamos conociendo ahora se inició o, si se prefiere, se acentuó hasta lo inadmisible. Ese detalle no es menor pues nos interpela acerca de los fallos del propio sistema para garantizar el buen funcionamiento de la Corona cualquiera que sea el estándar de virtud pública que se autoimponga su titular. Por todo ello, la defensa de la institución no pasa por oponer insistentemente el comportamiento honorable de Felipe VI frente al de su padre. Algo así insiste erróneamente en el valor de la persona, en lugar de enfatizar el de la institución. La única estrategia válida que, a mi juicio, admite la compleja situación por la que atraviesa la Corona pasa por incrementar de manera notable los controles con el propósito de desincentivar que la persona se aparte de los códigos requeridos en función de la representación que ostenta y, de ocurrir, se pueda intervenir a tiempo. Ni el Gobierno ni la Casa del Rey han explicado ninguna medida encaminada a reforzar tales controles democráticos. ¿No sería oportuno hacerlo?

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Y, no, don Juan Carlos no debería considerar la opción de regresar a España, al menos de momento. No puede hacerlo si, además de su persona, todavía le importa algo la institución.


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Sobre la firma

Mariola Urrea Corres
Doctora en Derecho, PDD en Economía y Finanzas Sostenibles. Profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea en la Universidad de La Rioja, con experiencia en gestión universitaria. Ha recibido el Premio García Goyena y el Premio Landaburu por trabajos de investigación. Es analista en Hoy por hoy (Cadena SER) y columnista en EL PAÍS.

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