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Columna
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Pateando el tablero

Las calles están sonando ruidosamente en Perú, Chile, Colombia, Guatemala y otros países latinoamericanos. En cada lugar por sus propios motivos, pero marcando la pauta y expresando el cansancio de toda una sociedad

Diego García-Sayan
Autoridades indígenas de Guatemala protestan contra del presidente del país, Alejandro Giammattei, el pasado 24 de noviembre.
Autoridades indígenas de Guatemala protestan contra del presidente del país, Alejandro Giammattei, el pasado 24 de noviembre.EDWIN BERCIAN (EFE)

La juventud movilizada está haciendo temblar instituciones y sacando de su letargo a estilos acartonados y distantes de ejercer el poder político y, en general, la función pública. Están demandando algo nuevo y, en el camino, las “cabezas” de autoridades consideradas corruptas o violadoras de los derechos humanos.

Las calles están sonando ruidosamente en estos tiempos en Perú, Chile, Colombia, Guatemala y otros países latinoamericanos; también lo han venido haciendo en Líbano, Polonia, Bielorrusia o Hong Kong. En cada lugar por sus propios motivos, pero marcando la pauta y expresando el cansancio o malestar de toda una sociedad.

Algunos analistas –erradamente– piensan que se trata de un fenómeno sin precedentes y descubren la pólvora con movilizaciones que hacen tambalear Gobiernos o reorientar políticas públicas. Sí tiene precedentes y los ejemplos son muchos.

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Ejemplos hay varios. Me consta de primera mano, como joven estudiante universitario en el telúrico 68 y participante activo en París en el mayo de ese año que puso patas arriba a la institucionalidad francesa y al Gobierno de De Gaulle. O en Perú, luego, cuando arrancaba el Gobierno militar que retaba a la juventud con una controvertida ley universitaria.

En las varias décadas transcurridas, sin embargo, mucho ha cambiado en la realidad y percepción sobre las instituciones. Es ahora otro el contenido y proyección de esta juventud de hoy en las calles que acaba de tumbarse en Perú a un Gobierno usurpador, o conseguir en Chile que se den los pasos para una Constitución que reemplace la de Pinochet.

Antes y ahora hay algunos aspectos en común: accionar al margen de los partidos tradicionales y la autoridad oficial, convergencia de sensibilidades mil que en dos o tres “ideas fuerza” movilizadoras y desconcierto de la llamada “clase política” oficial ante una ola cuestionadora y retadora.

De antes a ahora, sin embargo, se han producido cambios en nuestras sociedades en el menos tres aspectos importantes que le dan a las olas de movilizaciones actuales una fuerza e impacto singular (y mayor).

Primero, el derrumbe de los partidos políticos como espacio atractivo o foco de atracción para ejercer la política y la protesta. En las movilizaciones “sesenteras” había organizaciones políticas -de izquierda- impulsando las movilizaciones; capitalizándolas, eventualmente, en expresiones de representación parlamentaria o municipal importante. Convergieron en el Perú, por ejemplo, en la elección de Alfonso Barrantes de la izquierda como alcalde de Lima y en representaciones parlamentarias significativas.

En la mayoría de los movimientos contemporáneos, en buena medida, no hay organizaciones detrás, ni líderes que den discursos al final de las movilizaciones o marchas. Y esa ausencia no es percibida por los jóvenes como un vacío a llenar.

Segundo, porque las rutas de discusión, debate y movilización social son totalmente distintas a las del pasado. La organización meticulosa de una movilización, la discusión sobre sus contenidos y propósitos, así como los debates acerca de los liderazgos y el manejo de escena, son pasos que parecen haber volado por los aires.

Y no porque no haya organización; pero es otra modalidad de organización. La espontaneidad no es lo que ha reemplazado a las prácticas del pasado, sino estilos y medios novedosos de organización y movilización. Más directos e inmediatos. Que tienen que ver, en esencia, con dos cosas: un nivel extraordinario y sin precedentes de democratización de la información y canales de comunicación, también sin precedentes, de una juventud dotada de herramientas informáticas espectacularmente eficaces.

Hablamos de una juventud contemporánea que es predominantemente urbana; que está premunida de volúmenes de información oportuna e inmediata a través de Smart phones; y con capacidad de ponerse en acción y reaccionar multitudinariamente frente a los acontecimientos que se vayan presentando. Todo esto se traduce en una dimensión de poder relevante.

Tercero, el deterioro y débil legitimidad de las instituciones políticas tradicionales, incluidos los partidos políticos. Esto abre preguntas mil sobre el futuro y la solidez de las instituciones clásicas de la democracia representativa como espacio de procesamiento de los conflictos y demandas sociales. Con partidos políticos e instituciones públicas poco o nada atractivos para la juventud, se abren muchas interrogantes y retos sobre el ejercicio del poder público y la representación ciudadana.

Esto es complicado pues va a ir llevando, como es lógico, al diseño y puesta en funcionamiento de nuevas formas de representación y participación directa que van saliendo de la propia dinámica social y cuyo diseño institucional exacto es difícil de precisar. Expresando un sentimiento y percepción que ha llegado para quedarse. ¿Pude eso sustituir a modelos de democracia representativa?

La complejidad de la gestión y conducción del Estado puede colapsar si la misma se reduce a una suma de expresiones de “democracia directa” dejando de lado a instituciones de representación. Podría pensarse en una combinación.

A primera vista hoy podría parecer iluso, por ejemplo, decirle a la juventud algo así como “hagan parte de un partido político” (pensando en ello como canal para operar en la democracia representativa). Pero porque no pensar en que se generen, desde la propia juventud, organizaciones más frescas, más democráticas en su gestión externa y más transparentes en su relación con la sociedad. Todo apunta a que se van a ir generando canales de presencia y participación en la dinámica política e institucional que se ubican al margen –o más allá- de votar en elecciones periódicas. Y eso es bueno y no tiene que ir a contramano de una democracia representativa eficaz.

En la medida que se pongan en marcha vías efectivas y participativas de ejercicio de derechos democráticos y de interacción entre las instituciones públicas con una juventud que ostensiblemente no quiere ser mera espectadora sino artífice de sociedades en las que prevalezca la participación, el respeto a los derechos ciudadanos, y la transparencia. Votar cada cuatro o cinco años, pues, no debe ser considerado suficiente.

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