Desatascadora
Una cosa es que tu intimidad parisina, existencialista y literaria, se haga pública, y otra cosa es que archiven los aspectos menos fascinantes de tu vida


El otro día hablaba con mi madre por teléfono. Normalmente, hablamos dos veces al día y cada llamada dura un cuarto de hora. Las conversaciones dan para bastante: familia, salud, programación televisiva, paseos, compras en grandes superficies e higienización de las compras realizadas en grandes superficies, libros, meteorología, Navidad, blanca Navidad. Como Anna R. Ximenos cuenta a propósito de Anna Freud en Interior azul, soy tan buena hija que pasé de ser madre. Me dio a mí la gana. Ximenos acaba de ganar el premio de novela Ciudad de Barbastro con Vidas lentas, un libro sobre la necesidad de proteger a las personas psíquicamente vulnerables y a las personas que cuidan de las personas psíquicamente vulnerables. Pre-Textos publica el libro y, tras la traición de la agencia de Louise Gluck a Manolo Borrás y Manolo Ramírez —los Manolos famosos de verdad—, cualquier muestra de solidaridad es poca. Este podría ser un tema de conversación con mi madre. Sin embargo, el otro día, un problema doméstico ocupó nuestra charla: se le había atascado el desagüe de la pila e iba a avisar al fontanero. Le di algunas recetas previas a la contratación de servicios profesionales. Lejía y agua hirviendo. Mi marido nos oyó: “Que le eche lavavajillas y agua caliente”. Y así estuvimos un rato. Mi madre zanjó la conversación: “Hija, es que no tengo ventosa desatascadora”. Había que llamar al fontanero.
Me olvidé del asunto hasta que a mi teléfono comenzaron a llegar esas noticias que tú no pides que lleguen, pero llegan y, entonces, no hay vuelta atrás porque te enganchas. Recibí un alud de recetas sobre cómo desatascar fregaderos. Esta sintonía entre mis necesidades expresadas y lo que ofrece mi teléfono me había perturbado durante un viaje a París: Isaac Rosa y yo —solo somos amigos— paseábamos por las Tullerías recordando mi infancia benidormense y, de pronto, empezaron a aparecer en su móvil ofertas de apartamentos en primera línea de playa. Luego, con la pandemia y el uso frecuente de herramientas de comunicación que graban tu imagen y tu voz de manera indolora, sin la anestesia que precisan las colonoscopias, normalicé estas intrusiones domésticas. Hasta que ocurrió lo del desatascador. Porque una cosa es que tu intimidad parisiense, existencialista y literaria, se haga pública, y otra cosa es que archiven los aspectos menos fascinantes de tu vida. Lo que se relaciona con la hez, los divertículos, la grasa acumulada en las bajantes. Frente al glamour de que a una la inmortalicen moviendo secretos hilos para aprobar los Presupuestos; preparando oscuras estrategias que contrarresten los tejemanejes de comisarios corruptos para destruir el socialcomunismo español; conspirando para lograr el exilio definitivo del emérito y el advenimiento de la Tercera República; frente a esa fascinación y esos espionajes, las grabaciones de mi hogar se centran en el uso de bayetas y recetas del bizcocho. Algo anda mal en nuestros servicios secretos y en la vigilancia globalizada. El algoritmo no capta mi peligrosidad, y sí mi pulcritud, amor por la familia y potencial adquisitivo. Nosotras vendemos sin tantas trapacerías: sobre el algoritmo y la afectividad les recomiendo otro librazo, Días de euforia, de Pilar Fraile. Que se enteren todos los micrófonos. Somos limpias, somos cultas, somos temibles.
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