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Columna
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Temor y temblor

El miedo a perder la identidad es el sino de nuestro tiempo

Máriam Martínez-Bascuñán
Col Máriam 22/11
DEL HAMBRE

La identidad siempre está en el otro. Quien habla para describir el mundo lo hace desde la distancia, quizás porque siempre existe el temor a hacer permeable la frontera entre uno mismo y eso que se describe, o tal vez porque así descubrimos nuestra particularidad, nuestra posición relativa en el mundo, y sentimos entonces la amenaza de perder ese carácter único. Ha sucedido con el llamado hombre blanco y la deslocalización de los empleos arrasados por el declive industrial de la gran potencia. Explica en parte el apoyo del cinturón de óxido a quien vieron como su protector: “No me eligieron los habitantes de París, sino de Pittsburgh”, dijo Trump. Y el caso es que sucede una y otra vez porque “la historia no siempre avanza, a veces retrocede o se mueve en otras direcciones”, contaba Obama. Por eso Philipp Blom escribió en La fractura que no era sencillo ser hombre en 1914: la masculinidad y otras jerarquías sociales fueron socavadas por la industrialización y la urbanización. Por razones análogas, en 2016, Trump fue saludado como el hombre fuerte que defendía las viejas formas de autoridad.

El miedo a perder la identidad es el sino de nuestro tiempo. El temblor del hombre blanco representa el viejo ego herido de Occidente, pues la deslocalización nos empobrece, erosionando nuestro apego al sistema. Ese temor convierte la defensa de la democracia occidental en una autoafirmación identitaria ante el avance del gigante asiático. Y sucede también dentro de Occidente mismo, con el miedo de Hungría, Polonia y Eslovenia a la vigilancia democrática de la Unión. La salida nativista y reaccionaria de las sociedades poscomunistas es efecto de la lógica de imitación impuesta por Occidente, nos dice Krastev. Detrás del pulso de Varsovia y Budapest, además de las corruptelas de sus gobernantes, está el rechazo a la democracia liberal, el temor al borrado de su propia identidad. Y es curioso cómo esa palabra, “borrado”, la emplean también nuestras veteranas feministas para denunciar la aparente intención del colectivo trans de suprimir a las mujeres. Ese “borrado” es un ataque a la identidad, un cuestionamiento de su forma de ver el mundo bajo el que subyace el pánico a perder el control sobre qué es ser una mujer, sobre quién lo decide. ¿De verdad hay que recurrir a la biología para contestarla, como pretendía Juan Pablo II al dictaminar que una mujer solo lo es al convertirse en madre?

La identidad siempre está en el otro, decíamos, y quizás por eso necesitemos, como afirmaba Macron, definir Europa desde “una lectura común del mundo”, como una entidad política y geográfica separada incluso de la esfera anglosajona, lista ante la emergencia del poder chino. Pero la defensa de la universalidad de nuestros valores solo tiene sentido si reconocemos la existencia de la otredad, la única forma de evitar que nos convirtamos, de nuevo, en una gran reacción.

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