Sueño y pesadilla de la nación
Es monstruosa la división por la pelea de las lenguas, al fin y al cabo, las herramientas que sirven para lo contrario, que es comunicarnos


También el sueño de la nación produce monstruos. Uno de los mayores, el de la nación uniforme, todo cortado por el mismo patrón y todo al servicio de la construcción nacional permanente. No como nación política libre y fraterna, de igualdad de derechos y oportunidades, sino como comunidad de cultura, historia, lengua, incluso religión.
Es la nación étnica. No rige en ella la razón de las leyes, protectoras de los débiles ante los poderosos, sino la sinrazón de los sentimientos y de las pasiones colectivas que se imponen sobre el derecho. Es la identidad colectiva la que las organiza. La que convierte a cada uno en parte de un espíritu común que todo lo engloba, y descarta a los forasteros, a los recién llegados, a los diferentes.
Este sentimiento es tan potente que se cree universal. No todos somos nacionalistas, pero todos los nacionalismos son iguales. Iguales incluso en su obstinada creencia en que nadie puede dejar de ser nacionalista de alguna nación.
La identidad de uno es la negación de la identidad del otro. No cabe la posibilidad de que todos sumen en una comunidad surgida del pacto y del derecho y no de la historia y del alma de la nación. No nace de la riqueza surgida de la diferencia y del diálogo, sino de la confrontación y de la pelea.
Un instrumento para esta construcción excluyente es la lengua que se impone a los hablantes. Fabrica extranjeros entre quienes están en su casa, relega una lengua de cultura a un rincón humillante o conduce incluso a la extinción de las lenguas minoritarias, para regocijo de los darwinistas lingüísticos, en nombre del libre mercado de las lenguas.
Una nación política que garantice la libertad y la igualdad tiene la obligación de preservar las lenguas que hablan sus ciudadanos, respetarlas y preservarlas, sin que ninguna se imponga o esté por encima de otra, ni se utilice para discriminar y dividir a los ciudadanos o separar territorios.
La nación que no teme a la diversidad puede sonar a sueño irrealizable, especialmente allí donde se quiere utilizar la lengua para el conflicto porque conviene a los intereses del poder político y a las mezquindades electorales. La pesadilla de la nación es el monstruo de la división por las lenguas, al fin y al cabo, las herramientas que sirven para lo contrario, que es comunicarnos.
Al final, nuestra gran nación política, protectora de las lenguas y de sus hablantes, deberá ser Europa algún día.
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