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Tribuna
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EE UU y sus elecciones, explicados con 13 años

Los jóvenes estadounidenses están mucho mejor preparados que sus mayores para entender que la diversidad, la reivindicación de la identidad y el respeto a todos forman parte de la esencia de su país

Rafael Gumucio
Tribuna Gumucio
EDUARDO ESTRADA

Mi hija mayor acaba de cumplir 13 años. Estudia en una escuela pública del West Village en Manhattan. Hablamos mucho de política, quizás porque en este año que ha pasado encerrada por culpa de la covid la política es lo más cercano a una emoción real, a una pasión temblorosa, que le ha sucedido. En este año de aislamiento y miedo, haber sido parte del movimiento Black Lives Matter hizo que muchas vidas de muchos colores de piel valieran la pena. Mi hija puede enorgullecerse de ser parte de una generación que logró encauzar la indignación por el asesinato de George Floyd en votos suficientes para expulsar a Donald Trump de la Casa Blanca.

A los dos nos alegró que Trump perdiera. A los dos nos preocupa que Joe Biden no tenga la fuerza y la convicción para que otro Trump o algo peor vuelva. Yo no soy ciudadano y ella es muy joven para votar, pero estoy seguro de que estaríamos los dos en el ala izquierda del Partido Demócrata. A grandes rasgos, estamos de acuerdo en casi todo lo esencial, lo que no impide que nuestras conversaciones terminen frecuentemente en peleas.

No nos dividen los hechos ni menos los programas de gobierno, sino algunas palabras. Alguna empezada con N…, pero también con otras letras. Palabras que no solo debo limitar a no decir en público, porque sería poco respetuoso o delicado hacerlo, sino que debo reprimir en privado porque expresan un racismo y un sexismo de los que debe curarme. Sabe mi hija que detesto a Trump con toda el alma, pero cree que hay en todo hombre blanco heterosexual un Trump interior que hay que expulsar de su propia Casa Blanca también interior.

Sin poder evitarlo, aunque lo intento como puedo, me impaciento cuando me informa de que hemos dejado de llamarnos latinos para exigir que nos llamen latinx. La X es una forma de incluir a los miembros no binarios de la comunidad, a los que no son ni latinos ni latinas. Yo no puedo dejar de pensar al ver esa X en Malcolm X, que de alguna forma convirtió esa X en una rebelión contra su apellido de esclavo. Ser un X es en castellano lo más parecido a ser un NN, es decir, nadie. Un latino X de esos que Trump expulsó en la frontera. Pero para mi hija es una forma de mostrar respeto a otras formas de identidad sexual a la que los latinos también tienen derecho. Es quizás también una forma, paradójica, de salir del gueto y afirmar que no por ser latino, es decir, en general, pobre, no se puede expresar la diversidad de identidad sexual que los estudios de género de las universidades más prestigiosas del país van descubriendo cada día.

En latinx, mi hija ve una suerte de libertad, yo veo la opresión extraña de ser corregido en mi propia casa porque mi forma de hablar “ofende”, “duele” y “oprime”. Es quizás el centro mismo de la controversia que nos agita. La idea de que hay palabras que es mejor, que es más humano incluso, no decir me resulta perfectamente asumible. Lo que me resulta incomprensible es la obligación de no decirlas porque hacerlo sería una forma de expresar un racismo, una homofobia y una transfobia de la que soy fatalmente portador solo por tener la edad, el sexo y el color de piel que llevo.

Porque al final de cualquier argumento en Estados Unidos, el “¿qué?”, el “¿cuándo?” o el “¿cómo?” tienen mucho menos importancia que el “¿quién?”. De un modo refinado y quirúrgico, el progresismo de las nuevas generaciones lleva a su máxima expresión el argumento ad hominem de que es esencial el razonamiento en las redes sociales. Lo que decimos o no está mediado por lo que somos, de lo que no podemos escapar más que por un acto de constricción público, el arriesgado acto de arrepentirnos no por lo que pensamos o hicimos, sino por lo que somos. Tienen razón mi hija y su generación en que los argumentos no se expresan sin el cuerpo ni la identidad del que los pronuncia, pero también es cierto que la ficción que llamamos democracia exige justamente que suspendamos por un minuto esa realidad para que las ideas como quienes las portan puedan ser inocentes hasta que se pruebe lo contrario.

Me resulta incomprensible desde mi casi vejez de 50 años que se admita la fluidez de las identidades sexuales y no se admita también las de la raza, la edad y sobre todo la del poder. Blanco privilegiado soy en Chile, pero no en Dallas o en Georgia. Trato de convencer a mi hija de que esa perpetua sospecha que pesa sobre los mayores de edad de no habernos sanado del pecado original de nuestro racismo y de nuestro sexismo inconscientes es lo que lanza a muchos, a demasiados de esos sospechosos, a los brazos del trumpismo que los perdona de entrada y les deja decir todas las malas palabras juntas. El marxismo en que fui criado trata de convencerla de que la lucha de clases antecede a la lucha de raza y a la del sexo. Si el policía que ahogó a George Floyd supiera que su cuello también lo oprimen los pocos propietarios de todo, quizás podrían marchar juntos y transformar su país.

Para un europeo y para un latinoamericano la idea de que se puede sanar a una sociedad de su racismo estructural, que se puede enseñar exitosamente a no discriminar por sexo y raza, es improbable.

La historia enseña que los hombres, esos animales en perpetuo cambio, cambian muy poco, o que al menos no mejoran. Los europeos son demasiado viejos y los latinoamericanos demasiado jóvenes para creer en el progreso. Estados Unidos, mi hija lo sabe, no se entiende a sí mismo sin la idea de que las personas pueden mejorar no solo sus vidas, sino sus mentes, sus conciencias, su ser. No son ingenuos y saben que eso no se hace de manera solitaria, por eso creen en sus iglesias, clubes y comunidades. A mí eso de pasar a ser latino a ser latinx me resulta incomprensible, para mi hija es una manera de sentirse unida con personas que vienen de distintos países y orígenes y que en Nevada y Arizona votaron en masa por Joe Biden, en parte porque Trump se dedicó a odiar a sus comunidades.

Estados Unidos no es el resto del mundo, me explica mi hija. El mapa de Estados Unidos la noche de las elecciones era un rompecabezas de condados dentro de Estados que cambiaban de rojo a azul por miles de facturas raciales y racionales que Biden supo integrar mejor que Trump. Es un país de Estados y de condados, un reino de reinos que sólo tiene en común esa fe de que se puede ser mejor que uno mismo. Es un país que cree que existe lo correcto y lo incorrecto y vota según esa idea. No pude dejar de pensar que mi hija de 13 años está mucho mejor preparada que yo para entender ese rompecabezas. Me imagino que también estará mucho más preparada para gobernar esto que resulta por el momento ingobernable.

Rafael Gumucio es escritor. Ha publicado recientemente Nicanor Parra, rey y mendigo (Literatura Random House).


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