Poder de nadie
La cultura democrática que nos hacía ser quienes somos, que nos convertía, hasta cierto punto, en apóstoles de los valores democráticos, va mermando en nosotros
Para irradiar luz hay que tenerla, y así sucede con las democracias: sólo proyectan valores si son auténticas. El mundo se parece cada vez menos a nosotros, protestamos, pero hace tiempo que decidimos construirnos un mausoleo de oro y encerrarnos en él, y nos ocurre lo que a las bibliotecas cuando solo se nutren de sí mismas: nos empobrecemos. Incluso las estrellas siguen emitiendo luz cuando mueren, pero no parece así con nuestro frágil Occidente, tan aislado y ensimismado a veces. Además del rotundo cierre de fronteras, padecemos otro problema: la cultura democrática que nos hacía ser quienes somos, que nos convertía, hasta cierto punto, en apóstoles de los valores democráticos, va mermando en nosotros.
En lenguaje pedante se habla de “retroceso democrático”, del inglés democratic backsliding. Decimos que se debe a los populismos, aunque estos sean la consecuencia o el síntoma del deterioro democrático, no su causa. Insistimos en hacer la crítica desde una concepción limitada de la democracia liberal, una especie de liberalismo reactivo que solo ve enemigos por doquier. Pero el cuidado del frágil juego de controles y equilibrios de nuestros sistemas trasciende su parte liberal: tiene que ver con un profundo sentido democrático, y es ese el que va desapareciendo. El rostro descarado del populismo se ve en medidas tan chapuceras como la aprobada por el Gobierno italiano para reducir el número de diputados y senadores vía referéndum. Sin una reforma de la estructura de los partidos o de la ley electoral, Italia habrá ahorrado dinero, pero pierde en calidad democrática por la vía de la representatividad.
La merma además se produce en el desprecio a las instituciones. La imposible renovación de los órganos constitucionales es solo un ejemplo de lo que ocurre aquí. Pero sucede también en EE UU con el proceso para cubrir la vacante de la juez Ginsburg. La idea de un equilibrio en órganos e instituciones es esencial para la democracia, la vía indirecta del sistema para construir y proteger el interés general. Frente al referéndum, que sacraliza una expresión mayoritaria que solo representa a una fracción, la fuerza de las instituciones apela a lo que Rosanvallon denomina el “poder de nadie”, la garantía de que las libertades no serán confiscadas por ningún partido, oligarquía o grupo de presión. Cuando Trump propone a una candidata conservadora, rompe todos los equilibrios porque una mayoría de seis a tres no refleja la sociedad que dice representar. Y lo peor no es que la candidata de Trump, Amy Coney Barrett, pertenezca a unos de esos horribles grupos religiosos que inspiraron El cuento de la criada de Atwood; lo peor es ver cómo todos, agarrados a los juegos de mayorías, olvidamos que es ese equilibrio el último muro defensivo de las libertades que definen la democracia. El mismo que, poco a poco, vamos haciendo caer.
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