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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ponderación

La reforma de la sedición y el trámite de los indultos exigen transparencia

El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, sentado en su escaño durante una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados.
El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, sentado en su escaño durante una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados.JOSE LUIS ROCA (Europa Press)

El trato exclusivamente judicial de la cuestión catalana fue —aunque indispensable y obligado en los casos de ilegalidad— inhábil y contraproducente. Era y es ineludible afrontarla también desde una perspectiva política. Por ello, conviene descartar todo maximalismo ante iniciativas que pretenden reencauzar la vida política catalana hacia la normalidad. Y ajustarse a la máxima ponderación. No son útiles por ello los rechazos que minimizan medidas de reincorporación al quehacer común de un nutrido grupo de catalanes (y de sus dirigentes) en aras de otras, como la amnistía, ajenas a la Constitución y más propias de los cambios de régimen. Ni la defensa del orden vigente con argumentos de un pasado inexistente. La democracia es inclusiva. Y su derecho penal, garantista y humanista.

Debe amainarse la tensión suscitada por los anuncios de eventuales medidas —tanto legislativas como de gracia— con efectos sobre los secesionistas. De un lado, la necesidad de una reforma del Código Penal en cuanto a los delitos de rebelión y sedición es axioma añejo en el mundo jurídico, unánime entre los especialistas en ambas figuras. Voces del propio Tribunal Supremo la han sugerido, antes de la vista del procés.

No en vano: la raigambre histórica de esos tipos es la subversión militar, lo que deja fuera, por ejemplo, amenazas a la Constitución específicas de la era digital. Las conductas reguladas muestran desfases con la actualidad. La escala punitiva exhibe disfunciones de proporcionalidad. Y han perdido sintonía con otros ordenamientos europeos, lo que ilustra la irregular ventura de algunas acciones judiciales españolas.

Resulta pues legítimo abrir espacio a esa reforma, pero sus tiempos, sesgos e intensidad deben ser ponderados con pulcritud máxima, y teniendo en cuenta al conjunto de la colectividad española, recipiendaria al fin y al cabo de los beneficios de toda reforma. Igualmente exige ponderación el ejercicio de gracia.

El anuncio por el ministro de Justicia del inicio del procedimiento de indulto a los condenados secesionistas no debe llevar a escándalo: es un trámite preceptivo, y en periodo acotado, que de no acatarse implicaría prevaricación gubernamental. El indulto, además, es por imperativo legal (desde 1870), individual; no enmienda la plana a la justicia pues no anula el delito, sino que cancela una o varias de las penas; puede ser total o parcial.

Y se somete a estrictos filtros de legalidad como los dictámenes no vinculantes del Tribunal Supremo, la Fiscalía y la autoridad penitenciaria. Pero opera en un plano distinto al del poder judicial. Como reza la ley que lo configura, debe atenerse al imperio de la “utilidad pública”, es decir, el interés político general. En el que habrá que ponderar la necesidad de reintegrar al empeño colectivo a un amplio núcleo de la población catalana que optó por la desafección, con la de preservar el principio de legalidad —y por tanto la modulación según el compromiso futuro de respetarla— y con otras exigencias, como la de no perjudicar a terceros (condición que exige la ley).

Pero tanto en la reforma legal del Código Penal como en los procedimientos de indulto, una cosa es la oportunidad y otra el deber de no caer en el oportunismo partidista, como desdichadamente ha sugerido el socio menor de la coalición gubernamental, al vincularlos a los intereses inmediatos del Ejecutivo. Para ser creíble y viable, el enderezamiento de la cuestión catalana exige delicadeza y tratamiento autónomo respecto de otros asuntos, por capitales que sean. La coincidencia de calendario de ambas iniciativas con la negociación presupuestaria hace inevitable exigir al Gobierno amplias explicaciones.

Entrecruzado con estos propósitos, este también ha decidido —es su competencia, aunque sea redundante explicitarlo—, obviar este año la tradicional presencia del Rey en el acto de entrega de títulos a los nuevos jueces en Barcelona. Habrá sopesado las cuestiones logísticas y políticas correspondientes. Pero estas razones de fuerza no agotan las incógnitas en un asunto de mayor cuantía: las instituciones del Estado, también su jefatura, ejercen en todo el territorio. También aquí la transparencia es condición de confianza.

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