Los dolores del pasado
Son los historiadores los que revelan las zonas oscuras de la Guerra Civil
No hay memoria democrática posible en la que puedan entrar los que defendieron un golpe contra una democracia. Los militares que se rebelaron contra la República, y cuantos desde la sociedad civil los apoyaron, no solo pretendieron arrasar con las instituciones y la forma de Estado que los españoles se habían otorgado en las urnas sino que, con las armas, provocaron la fractura más grave que puede concebirse en un país: la de empujar a muchos que habían compartido un día antes el pan en la misma mesa a procurar matarse un día después desde trincheras enfrentadas. El proyecto totalitario que impusieron las tropas franquistas tras su victoria y la brutal represión que desencadenó la dictadura para borrar de la faz de la tierra a sus enemigos no casan de ninguna manera con un proyecto democrático.
El Gobierno de la República, descompuesto tras la asonada, repartió para defenderse armas entre las organizaciones afines al Frente Popular, la coalición que había ganado las últimas elecciones. El golpe fracasó, o solo triunfó en algunas zonas, con lo que empezó una larga guerra que despertó al monstruo del miedo y el odio y destapó el veneno de la venganza y de las viejas cuentas pendientes. El Estado republicano perdió el monopolio de las armas, y estas llegaron a las manos de muchos que “se habían significado por su vigorosa oposición a la existencia de ese mismo Estado”, escribió Julián Casanova en Víctimas de la Guerra Civil. “No estaban allí exactamente para defender la República, a la que ya se le había pasado su oportunidad, sino para hacer la revolución. Adonde no había llegado la República con sus reformas, llegarían ellos con la revolución”.
Un golpe, y luego una revolución en el torbellino de la guerra, con las batallas en los frentes y tremendas suspicacias en la retaguardia. La necesidad de abortar la insurrección despertó tantos recelos entre esos hombres y mujeres armados que empezaron a desconfiar de cuantos pudieran tener algo que ver con los rebeldes. A los historiadores les toca reconstruir lo que pasó. Uno de ellos, Fernando del Rey, publicó el año pasado Retaguardia roja, donde aborda con una implacable minuciosidad lo que sucedió en Ciudad Real, una provincia en la que se detuvo el golpe.
Lo que explica es que la violencia en la retaguardia republicana, frente a la idea de que fue obra de unos cuantos descontrolados estuvo más bien planificada por las fuerzas que se organizaron en torno a los comités de Defensa y las milicias. Aunque hubo manifiestos del Frente Popular, como el que se publicó el 24 de julio de 1936, que llamaban a actuar “en los cauces de ‘constante humanidad y decencia ciudadana’ establecidos por las autoridades”, lo cierto es que se impusieron los despropósitos. Se puso en marcha “una política de limpieza selectiva de los adversarios más significados, es decir, la programación y ejecución de las sacas y los asesinatos extrajudiciales sin pasar por delante de ningún tribunal legal”. El grado de barbarie al que se llegó pone los pelos de punta, y el recuento de atrocidades desgarra el ánimo y confirma que el pasado no es ese territorio pintado en blanco y negro que ofrece la propaganda, sino que está lleno de episodios que muestran que también los nuestros —a los que les tocaba defender la legalidad democrática— se hundieron en lo peor. Hacia febrero de 1937, la República había podido recomponerse y terminó aquel infierno.
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